miércoles, 22 de noviembre de 2017

Opinión: El babero de los hobbits (II)


El babero de los hobbits (I)                                El babero de los hobbits (y III)

El babero de los hobbits (II)


HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA


«Me estás ofendiendo». De esta guisa reacciona la subdirectora, en dos ocasiones, durante la conversación que mantenemos; primeramente por teléfono, más tarde en su despacho. Ni insultos, ni desaires ni malos gestos. Ha debido o querido decir que se siente ofendida, que es otro cantar.

Las cuestiones que propician el encuentro y el desencuentro con la subdirectora tienen mucho que ver con dos asuntos que, aparentemente, no guardan ninguna relación entre sí. Solo aparentemente.
El primero de ellos, el más instrumental, es el sistema de derivación de enfermos a los hospitales privados con los que el Servicio Andaluz de Salud (SAS) tiene convenios o conciertos. Por cierto que, en su línea habitual, la Consejería de Salud mantiene una sospechosa opacidad en la información que debería ofrecer en su web institucional sobre los conciertos privados. Tanto es así que no la actualizan desde hace cuatro años.


Web de la Consejería de Salud. Información sobre centros concertados. Última actualización 1 de febrero de 2013.



Web de la Consejería de Salud. Información sobre centros concertados. Última actualización 16 de octubre de 2013.


El otro motivo, de mucho más calado, se refiere a la obsesiva doctrina de la Junta, enfocada a capar la potestad del médico y minimizar el peso de sus decisiones, siempre que se presente la oportunidad y el mediano de turno no se pille los dedos.
El procedimiento para ingresar a esos pacientes en centros que no son de titularidad pública es uno de los muchos y variados resortes con los que los políticos intentan asentar —tozudamente— su pretendida supremacía sobre el más noble poder del conocimiento, de la experiencia y de la praxis médica.
No es un poder vertical, no es empoderamiento, no; es, simplemente, la facultad de tomar (o no) una serie de decisiones clínicas basadas en el buen saber y en el buen hacer; decisiones que atañen, nada más ni nada menos, que al preciado y precioso bien de la salud. Ni los políticos, ni los cargos directivos médicos —aquellos que dejaron de ejercer para ocupar un sillón— pueden impedir, ni siquiera cuestionar, esta lógica de la rutina profesional. Porque no saben. Eso les jode. Y mucho. Pueden burocratizar, obstaculizar y zancadillear, que en esas lides son maestros insuperables.
Ahora bien, lo que sí puede pasar, y de hecho ocurre, es que el profesional, por distintas razones y presiones, cede, claudica y expone mansamente la cerviz cada vez que se inclina en una de sus reverencias. Pero esta es harina de otro costal.
Para ilustrar la tesis expuesta, basta con imaginar lo que significa un simple análisis de sangre. El médico, en su proceso diagnóstico, lo indica y decide solicitarlo; el personal de enfermería se encarga de preparar lo necesario para la extracción de la muestra. En la siguiente secuencia, un celador transporta los tubos y la petición hasta el laboratorio, donde el personal lo registra y lo procesa; los resultados, una vez validados por otro médico, pasan a un sistema informático, a través del cual el facultativo podrá verlos.
Dicho proceso solo es una gota  en el mar: todos los días se repite cientos, miles de veces; en el camino de una simple analítica, pedida por un solo médico, se han necesitado enfermeras, auxiliares, técnicos de laboratorio, celadores, administrativos, informáticos; jeringas, agujas, tubos de ensayo, gasas, antisépticos, todo tipo de mobiliario, aparatos analizadores, microscopios, centrifugadoras, ordenadores, impresoras, programas… Si se piensa en todo lo demás, las pruebas de imágenes que se piden, las intervenciones, los procedimientos, consultas, ingresos o altas, durante las 24 horas de todos los días de todos los años… El infinito.
Este monumental engranaje, de gentes y cosas, funciona sin cesar porque hay miles, millones de decisiones facultativas que lo engrasan permanentemente para que no pare; los médicos son los únicos que están facultados para mantenerlo operativo. Sin médicos, la nada, el vacío, el abismo. Podrá parecer pretensioso, petulante o soberbio. Nada de eso: es, llanamente, la realidad. La expongo con la misma humildad con la que reniego del endiosamiento y del corporativismo, esas dos graves enfermedades que aquejan a la profesión más bonita del mundo.
Debería holgar la afirmación de que, si bien es verdad que la Medicina no se entiende sin médicos, no es menos cierto que solamente con ellos tampoco se puede concebir, y además es imposible. Necio habría de ser si, tras 35 años de ejercicio profesional, no sintiera un sentido respeto por todos los estamentos del mundo sanitario, o no tuviera la certeza de que todos ellos son absolutamente necesarios.
¿Todos? No. Todos, menos la mayoría de estos políticos y muchos de sus secuaces de babero y tarjetita identificativa del cargo, pinzada al bolsillo pectoral de la impoluta bata blanca. Y sálvese quien pueda. Porque exceptuando algún rara avis que trabaja para el bienestar de la sociedad de a pie, el resto sobra. Y no merecen un respeto del que no son acreedores. Estos son los que tanto temen y odian ese poder facultativo que les está vedado. Disfrazan su incompetencia intentando rebatir y miniaturizar el criterio del conocimiento y de la experiencia, cuando no empleando taimadas jugarretas, propias del más experimentado de los trileros.
Y cuando se les dicen de frente estas cuatro verdades, se muestran ofendidos, como fue mi caso con la subdirectora del hospital. No tardarán mucho en conocer con detalle el rifirrafe retórico, al personaje en cuestión y el apasionante desenlace.
Tengan un buen babero a mano.


(Continuará…)



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