jueves, 25 de mayo de 2017

Relatos. El dolor ignorado





El dolor ignorado


HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA


La mayor preocupación de los padres de Míriam aquella mañana era que no olvidara su crema solar. Lo que no sabían, cuando la niña cruzaba, feliz, el umbral de la puerta para ir a la playa, es que iba a ser la última vez que la vieran con vida. Málaga, 14 de julio de 2003.

No son pocas voces —aunque, incomprensiblemente, tampoco son muchas— las que reclaman a los responsables sanitarios un servicio hospitalario crucial: el soporte psicológico ininterrumpido, sistemático y urgente a todas las víctimas supervivientes de todas las desgracias graves, así como a sus allegados. Ininterrumpido, sistemático, urgente, para todos y en todos los casos dramáticos. Que son diarios y frecuentes.


La población está familiarizada, sobre todo a través de la televisión e Internet, con la presencia de psicólogos cuando se producen múltiples víctimas, como en los grandes accidentes (ferroviarios, aéreos, tráfico, incendios) y atentados terroristas. Muchos de ellos acuden voluntariamente y otros son proporcionados por las instituciones públicas y diversas ONG.
En algunos de estos casos se puede constatar un despliegue espectacular en cuanto al elevado número de profesionales presentes. Este hecho puede estar justificado por la magnitud y por otras penosas peculiaridades de este tipo de sucesos; no cabe duda que para los familiares, al dolor producido por la catástrofe misma, se suman circunstancias como la de no encontrar los cuerpos en los primeros momentos o las dificultades para identificar a las víctimas. Pero no es conveniente olvidar que la alarma social, las responsabilidades que se puedan depurar en el origen del suceso y la movilización de los cargos políticos pueden contribuir a que se extreme el celo de cara a la galería.

La atención mediática es intensa, masiva y duradera, porque este tipo de hecatombes interesan a la audiencia general. No faltan entrevistas a los propios psicólogos que están sobre el terreno, incluso debates divulgativos sobre el papel que estos profesionales desempeñan en estos casos.





Fernando no tuvo esa ayuda profesional aquella maldita madrugada cuando a través del auricular una voz monótona le comunicaba que su hijo estaba en urgencias. Desaliñado, estupefacto y asustado, tuvo que esperar lo suyo hasta que el médico pudo salir para informarle. Su chico estaba más cerca de la orilla negra que del mundo de los vivos. Al caer con la moto, no solo se partió la cabeza y unos pocos huesos; tuvo la mala suerte de rodar hasta una acequia cercana y sus pulmones se inundaron. En coma y casi ahogado, lo pudieron llevar a tiempo al hospital. El chaval puede hoy contar lo poco que recuerda.
Las tilas y los valiums que le llevaban las enfermeras, algunas palabras de ánimo —formuladas con una mal disimulada poca convicción—, y los frecuentes partes de un médico que no podía dedicarle más de diez minutos en cada ocasión, fueron todo el soporte psicológico que tuvo ese pobre hombre en la noche más amarga de su vida.


Poco más tuvo la joven Inmaculada mientras intentaban reanimar a su marido de una parada cardiaca, víctima de un infarto. A su bebé —el primero del joven matrimonio— le fabricaron un globo con un guante quirúrgico. Solo la simpatía forzada del personal mitigó a duras penas el trance de enviudar en menos de una hora. Si algún día hubiera descarrilado el cercanías que les llevaba todos los sábados a comer pescaíto a La Carihuela, podría haber gozado de los cuidados de un par de psicólogos.


No es cuestión de insistir con más relatos porque son infinitos. Ni todas las víctimas de todas las catástrofes juntas se acercan a lo que pasa todos los días, muchas veces, a cualquier hora y en muchos hospitales. Es allí donde la soledad y el pavor, bañadas de un sudor frío y viscoso, solo encuentran un poco de consuelo en la compasión de la gente de buena voluntad. La de unos trabajadores quemados y maltratados por esta nuestra Junta.

Y con la que está rondando, no parece el momento más oportuno para que los próceres de la Patria se percaten de tamaña ignominia y legislen la obligatoriedad de una asistencia psicológica de guardia, 24 horas al día, los 365 días del año. El único problema es que hay que pagar a esos profesionales, porque según el Servicio Público de Empleo Estatal (SEPE), perteneciente al Ministerio de Empleo y Seguridad Social, el pasado mes de abril se contabilizaron más de 13.200 psicólogos titulados en paro, de los que, por cierto, el 82% son psicólogas, lo que de carambola les otorgaría una oportunidad única de mitigar esa desigualdad de género que cacarean todos los días desde sus cómodos sillones para después pasársela por las zonas más abyectas de sus economías corporales.


El dueño de un chiringuito está observando a distancia un extraño comportamiento de Míriam; parece no atinar a colocar bien la toalla sobre la arena, se echa las manos a la cabeza y vomita un par de veces. Antes de poder acercarse para preguntarle, la joven cae fulminada, sin conciencia. El 061 la atiende e ingresa en urgencias en coma profundo y con signos premonitorios de muerte cerebral, según el facultativo. Una hemorragia cerebral la está matando. Ni la ventilación mecánica ni todas las medidas que toman para salvarle la vida están dando resultado. Tampoco tiene opción quirúrgica. Parece sentenciada a la pena máxima.

Los padres, avisados por los vecinos de los apartamentos en los que veranean todos los años, huyendo del asfalto madrileño, no tardan en llegar. A pesar de una educación exquisita y de un buen nivel cultural, les cuesta mantener el tipo. No es para menos porque el médico porta las peores noticias y cero de esperanza. No se equivoca. El matrimonio se muestra abatido pero ambos agradecen el trato que están recibiendo; solo demandan una cosa: necesitan la asistencia de un profesional de la psicología que les facilite el mal trámite. Los médicos de urgencias le explican —impotentes— que no existe esa figura ni pueden hacer nada al respecto, aun entendiendo la conveniencia y la legitimidad de la petición.

En la mañana siguiente, las pruebas clínicas y el electroencefalograma plano de la joven Míriam ya no dejan espacio para el milagro. Muerte cerebral confirmada y certificada. Es el momento para el coordinador de Trasplantes, que solicita la donación a los padres. Si necesitaban un psicólogo antes de esto, ahora no ven la manera de tomar una decisión tan dolorosa sin alguien que les atienda psicológicamente. No va a poder ser.

Dicen que el que tiene padrino se bautiza, y la política de trasplantes tiene tantos, que termina apareciendo una psicóloga. ¡Alehop! Con su intervención, allana el camino y los padres acceden finalmente. Míriam fallece pero da la vida a otros.


Estos son los hechos, a pecho descubierto. Hay luces, sí, pero también alguna sombra que el lector ya habrá detectado. Varios siglos antes de la era cristiana, Mencio, un brillante pensador y filósofo chino afirmó: «El hombre tiene mil planes para sí mismo. El azar, sólo uno para cada uno». Pues bien, el azar ha sacado de una de las miles de carpetas amarillas de un ordenador, la carta de agradecimiento que algo más de un mes después de la muerte de la hija enviaron sus padres. El lector podrá extraer sus propias conclusiones al analizarla, ya que es compartida en este blog, claro está, con las lógicas precauciones referentes a la privacidad.

Carta de agradecimiento y ruego de asistencia psicológica en el futuro


Sin ocultar su enorme gratitud, vuelven a insistir con su escrito en que para otras familias sería muy buena la ayuda de un psicólogo y que ésta fuera «ofrecida directamente por el hospital sin necesidad de esperar a la solicitud de la donación de órganos».


Han pasado 14 años y el dolor sigue ignorado.




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