lunes, 7 de septiembre de 2015

Abel, celator. Relato corto por entregas (7)

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ABEL
CELATOR

VIII

El pecado de la petulancia

El efecto del calmante es para María agua sobre agua: nada cambia. No hay alivio, ni lo espera ya, después de una hora. Al menos no vomita. Como si fuera una secuencia en lento movimiento, a Adela le parece estar viendo la faz de su tía cada vez más afilada y macilenta. No puede creer que sea una imagen real, más bien una ilusión del cansancio y las horas de vela.
Cayetana busca a Jarrete de consulta en consulta. Al fin lo encuentra:
―Paco, ha llamado el radiólogo por lo de la ecografía que has pedido. No parece estar muy conforme con hacerla.
―La ha indicado la residente de cirugía…
―Por eso mismo le he dicho que hable con ella y se pongan de acuerdo. Si ves que se demoran mucho les das un toque.
―¿A cuál de los dos?
―Al que quieras, o mejor, a los dos. La cuestión es saber qué esta pasando con esa prueba.
Enfrascadas en un absurdo debate pseudocientífico a través de la línea telefónica interior, las dos residentes tratan de imponer sus criterios. La de radiología ―con el encargo de su adjunto, que ya descansa― trata de evitar la eco al estimarla innecesaria por los datos aportados. No entiende cómo se puede solicitar una prueba sin ver a la paciente. Ofendida por el comentario, la futura cirujana esgrime el mismo argumento contra su compañera. Ninguna de las dos ha visto a María. Más que expertas ―que no lo son―, parecen pitonisas intentando adivinar el futuro con sus particulares bolas de cristal: los últimos artículos médicos que se han leído o sus respectivas guías clínicas basadas en la evidencia.
―Esta eco no nos va a aportar nada.
―Yo creo que sí, en estos casos puede tener una alta rentabilidad diagnóstica.
―No sé de dónde sacas eso, la radiografía que le han hecho no muestra alteraciones relevantes; en tales situaciones, según las guías, la ecografía tiene un índice diagnóstico muy bajo.
―Bueno, no vamos a estar discutiendo toda la noche. Ahora estoy muy liada en la planta. Cuando pueda bajaré a urgencias, pero mi opinión no va a cambiar. Terminarás haciéndola, pero a las tantas de la madrugada. Tú verás…
―No eres la única, yo no he parado en todo el día; pero no te preocupes, en cuanto tenga un hueco llamaré para que traigan a la enferma.
Al final, el asunto no es más que una guerra entre egos, en la que cada escaramuza solamente pretende debilitar el del contrario y dilatar la toma de decisiones.

Las peticiones se amontonan en la mesa que tienen los celadores frente a la puerta de entrada. La lista de tareas, anotadas a mano según van llegando, no cesa de crecer. El teléfono no para de sonar, apremiándolos constantemente.  Es mucho hospital para once trabajadores y la noche se antoja revuelta. Desde que entró a las diez, Abel no ha parado de trasladar enfermos de un lugar a otro. Aprovecha los viajes para llevar al laboratorio tubitos de ensayo con toda suerte de fluidos orgánicos; en los bolsillos de su uniforme blanco porta un montón de papeles que va entregando en sus correspondientes destinos. Esto último es algo que le cuesta entender: cómo un hospital cuyos responsables presumen ―y cobraron― por haber cumplido el objetivo estratégico de digitalizarlo completamente, sigue gastando toneladas de papel. En ninguna ocasión, y han sido muchas, ha escuchado a un médico hablar bien del sistema informático: programas diferentes, lentitud, caídas frecuentes, falta de mantenimiento, fallas de privacidad, control institucional de los profesionales a lo Gran Hermano orwelliano… La cuestión es que nunca se pudieron conocer los términos exactos de los concursos públicos para la contratación y la concesión de este servicio, a las dos principales empresas tecnológicas que se han encargado del mismo. La sospecha de fraude siempre revoloteó sobre este asunto. Lo que sí es cierto es que ambas han terminado en ERE, con despidos masivos; una de ellas está en concurso de acreedores y las dos son investigadas por sus conexiones con empresas públicas relacionadas con redes de corrupción política. «Algo tendrá que ver todo esto», barrunta Abel mientras toma el ascensor para subir a la quinta planta. Necesitan urgentemente de su destreza y corpulencia para reducir físicamente a un joven enajenado, un chico hospitalizado tras un grave trauma craneal, que sufre una fuerte crisis de agitación y amenaza con poner patas arriba la sala si no lo dejan salir de allí. ¿Qué oscuros temores rondan su maltrecho cerebro? ¿Cómo ven esos espantados ojos los rostros del personal, que trata inútilmente de calmarlo, si ni siquiera es capaz de reconocer el de su madre, que lo acompaña día y noche? ¿Con qué sentido se representan en su pensamiento las palabras que oye? ¿Hasta qué punto se ocultan, bajo la delgada capa de la realidad convencional, los instintos más primitivos del ser humano? ¿De dónde saca fuerzas y maldad un chaval bien educado, más bien delgado, debilitado por la enfermedad y los sedantes, para golpear, patear, arañar, morder, gritar, insultar y escupir, y hacerlo todo al mismo tiempo? La ciencia médica, esa presuntuosa señora, se sonroja de vergüenza cuando la única respuesta que puede dar a tantas preguntas es la de reducir al enfermo entre tres o cuatro, dormirlo farmacológicamente y atarlo mejor a la cama para que, al menos esta noche, no se repita el espectáculo. Al verlo abatido, roncando y amarrado, Grilo se plantea si lo que ahora yace en la cama es aún menos humano de lo que era media hora antes.
―Gracias Abel ―la enfermera toma aire tras el susto.
―Para eso estamos, relájate. ¿Necesitas algo más?
―¡Espero que no!
―Pues  me marcho, que abajo la noche tampoco luce tranquila.

Y no se equivoca. A la vuelta, hay varios pacientes pendientes de llevar a radiología: tres para escáner y dos a ecografía. Uno de estos últimos se llama María Gaviria.

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