viernes, 9 de mayo de 2014

ENSAYANDO LA ABSTENCIÓN

Minorías aplastantes
HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA


Todos ellos llevan muchos años orinando sobre el pueblo soberano: lo humillan, lo desprecian, lo engañan, le roban, lo maltratan… en nombre de la democracia. No se puede hacer nada”. Ésta podría ser la reflexión de cualquiera de los millones de ciudadanos que se sienten así. Profesionales cualificados, obreros, artistas, parados, empleados, científicos, desahuciados, funcionarios y parias de toda la vida. Mujeres y hombres. Un lamento impotente ante la fuerza de los acontecimientos. Un quejío ahogao por la insultante altivez de la propia realidad. Una capitulación definitiva, una rendición a los pies de la evidencia. ¿Qué hacer?

Señoras y señores: son los políticos. Comienzan su gira para las elecciones europeas del 25 de mayo. Piden el voto con nuevas promesas de bienestar para todos… Son los políticos: la correa de transmisión del poder real, el de las grandes sumas; el que se esconde entre las bambalinas de las corporaciones, bancos, mercados y marcas; el poder de los listos, el de los que nunca pierden. El del caballo ganador.

El próximo 25 de mayo culmina la liturgia electoral con el solemne acto de las votaciones: los que se acerquen a las urnas elegirán 54 ‘eurodiputados’ españoles, que se sentarán en los escaños del Parlamento de Europa junto a otros casi setecientos políticos del resto de países miembros. Cinco añitos más. «Esta vez es diferente», es el eslogan oficial.[1] ¿Diferente a qué? ¿Diferente es mejor? ¿Qué ha ocurrido para que ahora tenga que ser distinto? ¿Hasta cuándo será diferente? ¿Hasta el 26 de mayo?
Seguramente no serán pocos los que piensen que nada será diferente. Que todo seguirá igual… o peor. Que el eslogan no es una promesa ni una declaración de intenciones. Que no hay proyecto de cambio. Que seguirán machacando a la clase media e ignorando a los desarrapados. Esta vez es diferente. Suena como una llamada desesperada a la participación; es como decir: “Te hemos fallado, lo sabemos, pero vótanos, que esta vez vamos a ser buenos, justos y honorables”. Quieren que la gente vote. Primeramente, que voten a sus partidos, claro está; pero si no fuese así… que voten.

Necesitan la legitimación de la ciudadanía, porque ésta es su coartada singular. Las cifras históricas les duelen, y temen que ahora sean peores: en las elecciones europeas de 2004 y 2009, entre cinco y seis de cada diez potenciales electores españoles se abstuvieron de votar. Si se tiene en cuenta la población general, incluyendo a los menores de dieciocho años y a los incapacitados por ley, el destino de más de treinta millones de ciudadanos españoles que no votaron fue decidido por algo menos de dieciséis, que sí lo hicieron.
Estos números, en crudo, por sí mismos, ya cuestionan la legitimidad de un sistema democrático porque los elegidos lo son por aplastante minoría. Después, para terminar de deslegitimarlo, ya se bastan ellos solitos con la sordidez de su propia sumisión a intereses personales, de partido y, sobre todo, ajenos. Ajenos a ellos mismos y a la tan manida soberanía popular con la que llenan su boca ante cámaras y micrófonos.

Es necesario desmontar de una vez por todas algunos tópicos creados por la propaganda política electoral. Una de las muchas técnicas de la persuasión planificada es la repetición controlada del mismo mensaje. Otra es que éste apele a emociones, sentimientos y altos valores morales; las dos confluyen en expresiones electorales, reiteradas hasta la saciedad, como deber ciudadano, momento supremo, fiesta de la democracia, alta responsabilidad cívica u honor soberano.
Esto es particularmente observable en la jornada de reflexión, cuando por ley ya no pueden pedir el voto para sí mismos; lo piden para el que sea, da igual, quieren colas ante los colegios electorales para poder exclamar satisfechos: “¡Éstos son mis chicos y mis chicas!”. Atrás quedan semanas de bochornosas grescas a través de los medios de comunicación que cubren tales escenas teatrales, tan falsas como un combate de pressing catch.
El otro gran cliché propagandístico se produce por la contraria: el abstencionista es un irresponsable social, un haragán desafectado, sin conciencia ciudadana, un elemento pasivo que prefiere quedarse todo el día en el sofá, en el campo o en la playa. No lo dicen así: jalean al fiel votador y lo ponen en primer plano; simulan ignorar, por ejemplo, a los cerca de veinte millones que se abstuvieron en 2009.

Existe cierta confusión entre diferentes conceptos. Está escrito en el Diccionario de la lengua española que ‘abstenerse’ quiere decir contenerse, refrenarse o privarse de algo; también significa «no participar en algo a que se tiene derecho» o «ejercer la abstención». Todas esas acepciones tienen un innegable perfil volitivo, están íntimamente ligadas a la libertad individual de cualquier persona para tomar una decisión determinada. Una decisión dictada por su juicio, por sus valores o por sus emociones, pero absoluta y exclusivamente determinada por la voluntad y el libre albedrío. Y como toda decisión, es un acto en sí misma: es la acción de no hacer, de no decir o de no participar en algo o con alguien. Es, simplemente, la decisión de no votar.

Por lo tanto, la abstención es activa. Da igual que sea meditada y motivada, o que sea fruto del hastío, el cansancio, la desafección, el desencanto o una invencible sensación de inutilidad. La abstención es el acto de no votar. En ningún caso podría considerarse una dejación de obligaciones o la omisión de un deber, conductas que entrañan una trasgresión de normas impuestas por las leyes o por los códigos morales ―sociales y familiares― vigentes en un momento histórico determinado y aceptados de forma tácita como principios de comportamiento y de convivencia en la sociedad. Solo sería punible en aquellos países ―los menos― cuyas leyes obligan a sus ciudadanos a votar.
No es el caso español. Aquí es un derecho, no un deber. En España se puede ser cívicamente intachable sin pisar un colegio electoral, y el mayor de los sinvergüenzas aún votando; es más: se puede ser cívicamente intachable a pesar de votar. Depende de cómo se ponderen la utilidad, la eficacia, las consecuencias y los beneficios sociales derivados del acto de elegir, mediante una papeleta, a aquellas personas que se postulan para defender eso que pomposamente llaman ‘los intereses del pueblo soberano’.
Pero incluso más allá de los intereses generales, depende del concepto mismo que se tenga de la democracia, completamente denostada en la actualidad, convertida en una abstracción sin contenido y pisoteada con descaro por aquellos que la pregonan sin descanso desde los escaños conseguidos en las urnas. Precisamente por los mismos que ahora arengan al electorado a que cumpla “su deber ciudadano de votar”. ¿Es un acto de irresponsabilidad no participar en un proceso por el cual se elige a las mismas élites que han provocado el desastre actual? Parece más bien lo contrario.

Votar en blanco sí es votar. Existen grupos ciudadanos organizados que abogan por tal posibilidad. Los partidarios de esta respetable opción la llaman ‘abstención activa’, una construcción semántica incorrecta que alude, sin duda, a la carga de protesta o inconformismo político que expresan cuando acuden a un colegio electoral para introducir un sobre vacío dentro de la urna. Para ellos, el voto en blanco es el producto de una reflexión sobre la clase política y de una elevada conciencia ciudadana. Aceptan el sistema pero no les convence ninguno de los partidos en litigio.
Los sobres vacíos, es decir, los votos en blanco, suman en el total de sufragios sobre el que se calcula la distribución de escaños. Según los expertos y analistas políticos, con la Ley Electoral vigente, el voto en blanco afecta al resultado final, y lo hace en perjuicio de los partidos minoritarios. No se traduce en escaños vacíos. De hecho, los movimientos en su favor reivindican un cambio legislativo en tal sentido, pero mientras éste no se produzca, votar en blanco es alimentar al oligopolio político y al sistema bipartidista, el de los buenos y malos, el de “o estás conmigo o estás con aquél”, el del inútil ‘voto útil’ de los ciudadanos; un sistema basado en una fórmula matemática del siglo XIX, la ley de D’Hont, que mantiene al electorado dividido en dos bloques políticamente irreconciliables. Un público fragmentado en solo dos colores, bajo el yugo hipnótico de la propaganda actual, la que algunos politólogos denominan “campaña electoral permanente”.[2]

Votar nulo también es votar. Pocos hablan de esto. La media de votos nulos en las tres últimas elecciones europeas fue de 140.000, una cifra nada despreciable. El voto nulo es un voto ‘defectuoso’, pero nadie ―mejor dicho, casi nadie sabe en qué proporción lo es por error o por intención; cuesta creer que tantos miles de personas puedan errar en un procedimiento aparentemente tan sencillo, y si así fuera habría que preguntarse por qué casi el uno por ciento de los votantes lo hacen mal. Por el contrario, puede entenderse que aquellos que son voluntariamente nulos (escribir, por ejemplo, la palabra ‘corruptos’ en la papeleta) reflejan inconformidad, incluso desprecio por el sistema.
El voto nulo no cuenta para el cómputo electoral pero sí para el del número de participantes en el proceso. Su único valor es el resultado de restar a la abstención. Es como un invitado invisible: se sabe que está pero no se le puede conocer. Al no ser válido no favorece la bipolaridad parlamentaria, como ocurre con el voto en blanco, pero cuenta para los señores del sistema; éstos tienen la cínica osadía de lamentar el voto nulo como producto del desconocimiento, la incultura o la discapacidad. Prefieren llamar imbéciles a los 140.000 votantes nulos, a plantearse que muchos de ellos lo hagan por desacuerdo y malestar.

El sistema es como un restaurante malo. Los votantes son esos clientes fijos que van a cenar cada cierto tiempo. No siempre eligen el mismo plato, cambian sus preferencias cuando no comen bien o les resulta caro; siguen entrando porque no hay otro y porque no contemplan una alternativa mejor. Son comprensivos y tolerantes: del pescado podrido dicen que tiene un sabor ‘algo fuerte’. “El próximo día pediremos carne”.
Los abstencionistas son aquellos a los que no les gusta el restaurante o no les apetece ir. Muchos ya lo conocen, la mayoría, y no están dispuestos a pagar por la bazofia que se les sirve. Simplemente no entran. Cenan en casa. “Comeremos ahí cuando no timen a sus clientes”.
De vez en cuando llega un señor con traje blanco de lino, se sienta y no pide nada. Protesta educadamente y deja constancia de su desagrado. “No me gusta ningún plato”. Paga el cubierto y se marcha. Es como votar en blanco.
Raramente llega algún despistado por error, o un cabreado con razón. Entran pero no se sientan; el primero se va de inmediato y el otro se queda dos minutos, el tiempo justo para dar cuatro gritos y molestar al encargado. Éstos son los votos nulos.

“No todos los políticos son malos”. Este es un argumento irrebatible. Lo esgrimen los propios agentes políticos, los militantes, los allegados de algún cargo electo y la gente de buena fe. Pero no es solo un problema de maldad, ni siquiera ésta es el principal. Tampoco es mera cuestión de incompetencia: asumir esta tesis como única, significa justificar sus desmanes; ni son tan torpes ni es tan difícil hacer política. Hay profesiones mil veces más complicadas. En realidad es un problema de sumisión y de interés.
Efectivamente, cualquier generalización es injusta, es fuente de estereotipos y es gratuitamente estigmatizadora. Pero ¿cuántos políticos obran en conciencia cuando, sabiendo lo que saben, leyendo lo que leen, escuchando lo que escuchan o viendo lo que ven, actúan a tiempo en contra de la disciplina de partido y a favor del auténtico interés general? ¿Cuántos de ellos denuncian a tiempo las redes de intereses que conocen perfectamente? Muy pocos, y en España menos. Son sumisos voluntarios pegados como una lapa a un cargo, un sillón o un escaño. Probablemente no son tantos los que roban directamente; el problema son los que callan o silban distraídamente girando el cuello hacia otro lado. Y cuando alguien levanta la liebre, ninguno sabe nada y mienten hasta la náusea; el que puede salta de un cargo a otro buscando el aforamiento como el que busca las casillas seguras del parchís. Ésta es otra: según Europa Press,[3] en España hay dos mil políticos aforados, desde el presidente del Gobierno hasta el último de los parlamentarios de cualquier comunidad autónoma, pasando por instituciones como el Tribunal de Cuentas. No pueden ser juzgados por los mismos tribunales que el resto de ciudadanos. Elaboran leyes, las debaten y las sancionan en el nombre de los que los votan, no en el de la mayoría ciudadana, como matemáticamente ha quedado demostrado; y con algunas de ellas se cubren las espaldas en caso de tribulación.




¿Saben qué votan los que votan? Saben lo que les prometen y poco más. Unos acuden a los colegios electorales a apoyar un color, como el que va a animar a su equipo en un partido de fútbol; son seguidores ‘de toda la vida’, de izquierdas o de derechas: “Este partido lo vamos a ganar”.
Otros, menos competitivos, otean la situación, analizan las apuestas y se deciden por el galgo que creen más rápido. Aquí entran en juego los sondeos electorales: la publicación de los resultados de las encuestas como hechos noticiosos de primera magnitud es otro gran instrumento propagandístico cuyo objeto es dirigir la atención de la sociedad hacia ciertos temas y enmarcar el debate político; es lo que algunos teóricos denominan “sondeocracia”.[4]
Pero también se vota por despecho: son los que se sienten estafados y cambian sus preferencias de unos comicios a otros; no faltan a una sola cita electoral; muchos de ellos esperan castigar de esta forma a los últimos traidores. Aún se creen protagonistas decisivos. Una honorable tozudez democrática que les impide ver su propia perspectiva: así llevan décadas. Son los que no soportaron la OTAN de Felipe González ni la corrupción de su último mandato: y ganó Aznar. Ocho años después, odiaron la guerra de Irak y las mentiras del 11-M: votaron a Zapatero en 2004 y castigaron al PSOE en 2011 por no avisar del tsunami, plegarse al poder económico y abrir las puertas a los recortes sociales con una reforma constitucional hecha a hurtadillas que estableció un ‘techo de deuda pública’; y así triunfó el PP de Rajoy, con mayoría absoluta de diputados y senadores. Resultado: de entrada el descarado incumplimiento de importantes promesas electorales, mentiras admitidas y justificadas por ellos mismos. Más pobreza, más dinero para los bancos, más paro, peores condiciones laborales, amnistía fiscal para los grandes defraudadores, millones de euros para ‘indemnizar’ el despido de especuladores, amparo de estafadores, corrupción institucionalizada, financiación ilegal de partidos y sindicatos… y todo lo que aún ni se conoce ni es probable que se sepa. ¿Qué votarán ahora los despechados? ¿Otro viraje a la izquierda?

El caso de la izquierda española de los últimos veinte años es más sangrante, si cabe, que el declarado pragmatismo ultraliberal de la derecha. ¿Por qué? Porque ha engañado aún más, que ya es decir; y lo que es mucho peor: ha traicionado a un electorado comprometido ideológicamente y, en muchos casos, emocionalmente. “Ni una mala palabra, ni una buena acción”, que diría José María García. Los políticos españoles que se autoproclaman progresistas y de izquierdas se colocan el mono de trabajador para sus apariciones públicas; debajo, en realidad, lo que llevan puestos son trajes caros y vestidos de diseño. Después cuelgan el mono azul en sus despachos y toman decisiones con las mismas lógicas que los conservadores. Las del mercado. De vez en cuando, un gesto para la galería, que no es cuestión de perder votos.
La Transición española tiene mil aristas, dicho esto en presente porque no parece haber concluido. Es un proceso que acumula muchos y diferentes fenómenos sociales, culturales, económicos y políticos; es como un río de lava que no termina de detenerse y solidificar definitivamente. Tras la reanudación democrática en la segunda mitad de los años 70, los partidos de izquierdas comenzaron a desmarcarse lenta y sutilmente de los discursos, símbolos y señas de identidad que los había caracterizado antes del golpe militar de 1936 y durante el exilio. Cada vez menos color rojo, menos puños en alto y menos conocedores de la letra de La Internacional. Pero lo más importante: cada vez más alejados del compromiso social, más ocupados en acaparar escaños y poder en todos los niveles de la administración pública, y cada vez más mimetizados con el entorno neoliberal, hasta el punto de confundirse camaleónicamente con él. Tecnócratas y oportunistas, capitularon definitivamente ante el asedio de las poderosas huestes del capital global. Solo conservan el mono azul y la chaqueta de pana para las grandes ocasiones.

El ejemplo de Andalucía, en la que gobierna ‘la izquierda’ desde hace 32 años, es revelador. Dicen que este pueblo, antaño olvidado, ha experimentado un desarrollo nunca visto, gracias a ellos. ¿Desarrollo? ¿Por las carreteras? ¿Las escuelas? ¿Los hospitales? ¿El Parque Tecnológico de Málaga? ¿La Exposición Universal de Sevilla? Como decía Pier Paolo Pasolini, es imperdonable confundir ‘desarrollo’ con ‘progreso’. Una sociedad que progresa es aquella que avanza con una educación de calidad; no basta con que sea universal y gratuita, tiene que ser buena de verdad. Las tasas de abandono escolar en Andalucía siguen siendo escandalosas. Los jóvenes que llegan a la universidad no han leído un artículo científico en su vida; es más, muchos no han leído nada. Los profesores pueden dar fe de esta afirmación.
La gestión socialista en la Junta ya era de corte neoliberal incluso mucho antes de que Manuel Chaves le concediera a la Duquesa de Alba la medalla de hija predilecta de Andalucía en el año 2006. Una de sus consejeras, María Jesús Montero, fue responsable de feroces recortes sanitarios, sobre todo en personal, en los nueve años que estuvo al frente de Salud y Bienestar Social desde que en 2004 llegara al cargo. Aún hoy, muchos de aquellos médicos y enfermeros siguen sufriendo contratos precarios o están en la bolsa del paro. Susana Díaz, actual Presidenta de la Junta, la ha puesto al frente de la Consejería de Hacienda y Administración Pública. Todo un premio. Montero: salud y dinero.
Según El País, Andalucía es la región europea con mayor tasa de paro[5]. Esta comunidad se ha desarrollado por la inercia de los tiempos, pero no ha progresado. El bastión del socialismo español se tambaleó en 2012 cuando el PP ganó las elecciones autonómicas. La mayoría de los electores votó a la derecha pero el Gobierno resultante fue más de ‘izquierdas’ que nunca. Izquierda Unida pactó con el PSOE para conseguir la vicepresidencia de Valderas y un par de consejerías. Si en 2009 los diputados de IU votaron junto al PP en contra de la investidura de Griñán, tres años después lo hicieron Presidente. Toda una lección de coherencia ideológica. Poco después, mientras el diputado Sánchez Gordillo gamberreaba en los supermercados, Griñán preparaba su aforada salida hacia el Senado, acorralado por la justicia ante su presunta participación en una red de corrupción institucional. ¿Qué ha hecho en todo este tiempo IU? Agarrarse a los escaños conseguidos y cuatro gestos para conseguir otros tantos titulares periodísticos. Los de IU están tan rendidos a la banca como la Presidenta Díaz, que no tiene ningún pudor en fotografiarse, satisfecha por los acuerdos alcanzados, con Botín y González, presidentes del Banco de Santander y del BBVA, respectivamente. Lo que no se ha explicado es a cambio de qué ―ni de cuánto― le van a prestar dinero estos dos grandes tiburones.



Emilio Botín besa la mano de Susana Díaz.                                                                                                         ANDALUCES.ES

¿Y qué han dicho Valderas y Sánchez Gordillo de esto? ¿Qué opinarán de la foto de toda una Presidenta de Andalucía con los legionarios, ante el Santísimo Cristo de la Buena Muerte y Ánimas, en la Semana Santa de Málaga? ¿No estamos en un estado laico? Igual busca el voto de los penitentes, vaya usted a saber. A estas horas podría estar pensando en visitar la Feria de Abril y departir con los señoritos de pelo engominado y caracolillos cogoteros.



Susana Díaz en la Semana Santa de Málaga.                                                                                  EFE

Como se puede deducir fácilmente, la herencia ideológica de la izquierda española ha quedado reducida a la propaganda y al populismo barato. Si son dignos de su confianza, vótenlos.

¿Saben los votantes a quiénes votan? Normalmente conocen los nombres de los cabezas de lista de los partidos mayoritarios, y de ellos saben lo que los medios, particularmente la televisión, les ofrecen. En este punto es conveniente recordar que los partidos políticos cuentan con poderosos departamentos de comunicación y relaciones públicas; éstos elaboran información, tanto escrita como audiovisual, y la envían a los medios, ya empaquetada y de forma gratuita. A cualquier cadena de televisión puede interesarle hacer uso de ella, ahorrándose los gastos de una cobertura propia. Si, además, coinciden las líneas ideológicas y los intereses políticos ―que suelen coincidir―, miel sobre hojuelas.
El resultado, en cualquier caso, es que el futuro votador solo recibe la imagen y el mensaje que los aspirantes quieren que reciba; lee, oye y ve lo que ellos deciden qué es lo que tiene que ver, oír o leer. Y cómo tiene que hacerlo. Para las próximas elecciones europeas, cada partido presentará una lista de 54 candidatos. La ciudadanía tendrá información enlatada de uno, dos o tres, como mucho. Parco bagaje democrático.
Para comprar una lavadora, un ordenador portátil, un seguro de vida, una camisa o un kilo de carne, la gente indaga, pregunta, prueba o compara diferentes opciones antes de tomar una decisión. Muchas personas podrán estar más o menos influenciadas o persuadidas por la intoxicación publicitaria, pero finalmente eligen un producto en base a una ponderación previa. Invierten tiempo, esfuerzo y dinero porque esperan una compensación, aunque siempre podrán equivocarse, qué duda cabe. Sin embargo ¿quién conoce al último candidato de una lista electoral? ¿Quién conoce su formación, su currículo profesional o su trayectoria política?
Y aún peor: los elegidos para una institución, sea el Congreso, un ayuntamiento, un parlamento autonómico o el europeo, ni siquiera son los que diseñan las líneas maestras de sus políticas sociales, laborales y económicas. Las votan y las sancionan, sí, pero los verdaderos ideólogos están en la sombra. Nadie los conoce. Tan alejados están del ciudadano que necesitan brazos ejecutores que traduzcan la pesada letra de las leyes y los decretos al lenguaje de la vida de las personas: el lenguaje de sus derechos, sus bolsillos, sus contratos, sus nóminas, su salud, su seguridad, su dignidad, sus hijos, sus padres o sus abuelos. A estos ‘brazos ejecutores’ se les conoce aún menos y no van en ninguna lista electoral: son los delegados, secretarios, subsecretarios, gerentes, subgerentes, directores, subdirectores, asesores, coordinadores… Todos son cargos ‘de confianza’ elegidos a puro dedo. Y éstos son los que más joden al personal, porque aplican las normas con un valor añadido: el de sus propios intereses, que no son otros que rendir buenas cuentas, conservar el cargo y coleccionar medallas a costa de gente que no los ha votado para nada. Trepar, trepar y trepar. A la chita callando.
Definitivamente, introducir la papeleta en una urna no es muy diferente a comprar un décimo de lotería. Lo más probable es que no toque. El déficit democrático es tan abismal que el pueblo soberano nunca llega a conocer a los que gobiernan su día a día. La transparencia no existe ni podrá existir mientras se alimente este sistema de castas.

Los primeros sondeos ya predicen un alto nivel de abstención en las elecciones europeas del próximo 25 de mayo. Los políticos están asustados, aunque quieran disimularlo. Van a chantajear al pueblo, no lo duden. Van a decirle que ahora, más que nunca, hay que votar. Siempre necesitan los votos ‘más que nunca’. Es el mensaje del miedo: “Si no votáis aún será peor; por vuestra culpa, por vuestra gran culpa”.
En base a todo lo expuesto, se podría ir concluyendo que el comportamiento de los próceres de la patria, ahora abanderados del europeismo, ha llevado a la sociedad española a la pobreza económica y a la indigencia intelectual. Un rico país nadando en la miseria. Tierra de genios convertida en erial cultural. ¿Por qué se habría de mantener este sistema?
Para todos aquellos que entiendan que su voto únicamente contribuirá a mantener el estatus de una élite política empecinada en medrar, la abstención es la única opción digna. No está en juego la riqueza, que anda perdida; lo que está en juego es la inteligencia, el orgullo y la memoria. En éstas, y en las próximas elecciones que vengan, se dirime el concepto mismo de la democracia, el del poder ciudadano, excluido sistemáticamente de las grandes decisiones: las que toman en su nombre sin contar con él. Que sigan haciendo y deshaciendo a su antojo. Pero que lo hagan en propia representación, sin testaferros.

La abstención siempre fue un derecho. Hoy es una obligación, un acto de responsabilidad. Es la única forma de comenzar a desmontar un sistema que oprime a todos, excepto a los que tanto interés tienen en salir electos. Es la única vía que tiene la ciudadanía para no ser cómplice de que en los tres primeros meses de 2014 Repsol haya ganado más de ochocientos millones, el BBVA más de seiscientos o el Santander más de mil; no por que los hayan ganado, sino porque lo han hecho a costa de mucho sudor, demasiadas lágrimas y alguna gota de sangre. Si el pueblo quiere ser aliado de su propia miseria que vote pues. Que tire del carro ―como hizo hace dos siglos con el sátrapa Fernando VII― y que vuelva a exclamar “¡Vivan las caenas!”. Si quiere dar una verdadera lección de madurez, personalidad y seriedad ante la comunidad internacional, que se abstenga masivamente. Que todos sepan de una vez que los españoles no son un rebaño de cabras que dejan un reguero de cagarrutas a su paso.

Frente a las aplastantes minorías: abstención masiva.







[2]SALMON, C., Storytelling, la máquina de fabricar historias y formatear las mentes. 4ª  ed. Barcelona: Ediciones Península, 2011.

[4] IGARTUA, J. J., HUMANES, M. L., Teoría e investigación en comunicación social. Madrid: Síntesis, 2010.

3 comentarios:

  1. Hector, como siempre admiro tu forma de escribir y tu claridad de exposición. Yo mismo me debato entre la abstención y el voto. Me pasé hace muchos años al voto en blanco, luego al nulo pero muy explícito y coordinado en una campaña, y ahora...
    Pero da la casualidad de que los políticos que conozco personalmente son gente honrada y trabajadora. Y no va a ser casualidad. Como tu mismo a señalado, debe haber muchos así. Lo sueño quita que el sistema tenga su perversidad: cuando veo a Botín besando la mano de Diaz recuerdo El Gatopardo: " cambiemos lo accesorio para que no cambie lo fundamental". Pero un salvapatrias redentor que aprovechara una desafección política generalizada ( aunque ganada a pulso ¡ y tanto ! ), me parece aún peor. Y no veo demasiada gente con alternativas creativas y positivas y mínimamente factibles... No se, si he conseguido transmitirse mi confusión

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  2. Hector, como siempre admiro tu forma de escribir y tu claridad de exposición. Yo mismo me debato entre la abstención y el voto. Me pasé hace muchos años al voto en blanco, luego al nulo pero muy explícito y coordinado en una campaña, y ahora...
    Pero da la casualidad de que los políticos que conozco personalmente son gente honrada y trabajadora. Y no va a ser casualidad. Como tu mismo a señalado, debe haber muchos así. Lo sueño quita que el sistema tenga su perversidad: cuando veo a Botín besando la mano de Diaz recuerdo El Gatopardo: " cambiemos lo accesorio para que no cambie lo fundamental". Pero un salvapatrias redentor que aprovechara una desafección política generalizada ( aunque ganada a pulso ¡ y tanto ! ), me parece aún peor. Y no veo demasiada gente con alternativas creativas y positivas y mínimamente factibles... No se, si he conseguido transmitirse mi confusión

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    1. Claro que entiendo tu dilema, fruto de una reflexión que ojalá hiciera mucha gente. La última vez que voté fue en el 82, esperando aquel "cambio" que nos prometió Felipe González. me sentí tan engañado que no he vuelto a pisar un colegio electoral. Y parece que el tiempo no me ha quitado razón... Está claro que no he conseguido gran cosa, pero al menos puedo decir que las tropelías que cometen no cuentan con mi autorización. En cualquier caso, ya me parece importante que, al menos, nos planteemos estas cuestiones. En cuanto al "salvapatrias", entiendo que te refieres a la emergencia de algún grupo radical. No lo creo porque realmente aunque solo hubieran cien votantes, los porcentajes seguirían siendo los mismos. Ten en cuenta que los políticos detestan la abstención porque no saben a ciencia cierta si les perjudicará o no. Los del PP piensan que la abstención puede venir de exvotantes suyos, desencantados con el Gobierno, y los del PSOE temen lo mismo. Quizá haya más riesgo de un partido tipo Amanecer Dorado con una alta participación. Ya veremos.
      Gracias por tus comentarios y un fuerte abrazo.
      Héctor.

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