domingo, 30 de noviembre de 2014

Juegos de palabras


Mamar en tiempos revueltos

HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA



La tremenda oleada mediática de casos de corrupción es solo el reflejo marginal de un problema mucho más profundo. Vivimos en un sistema impuesto por el pensamiento y la lógica de los verdaderos amos. Solo su cadena de mando puede ser visible, aunque con no poca dificultad. El hedor se ha instalado hasta en el último despacho, pero la sociedad civil está despertando de un letargo provocado y parece dispuesta a presentar batalla.

Mamamos desde que nacemos. Es más, después de llorar lo que hacemos es mamar. El bebé llora y mama, es lo primero que aprende. Mama de las mamas de mamá o mama de una tetina de silicona. O de ambas. Mama mucho o mama poco; pero o mama, o muere. Aquí ya se establecen las primeras diferencias, en el mamar, porque el mundo que nos acoge es distinto para cada cual, excepto en una cosa: de una forma u otra, por gusto o por obligación, por suerte o por desgracia, por ansia o por interés, todos mamaremos hasta morir. Vivimos mamando y mamamos para vivir. Mamamos viviendo y vivimos para mamar.
Ni siquiera cuando nos salen los dientes y nos dan la leche en un vasito de colores, dejamos de mamar; más aún: es a partir de entonces cuando mamamos más. El niño tiene que mamar una educación, un estilo social, unas normas impuestas y el rol para el que ha sido proyectado. En muchos lugares del mundo, en cualquier barrio de nuestra ciudad, otros niños solo maman miseria y violencia. Todos maman. En la escuela, a mamar de una enseñanza diseñada por los políticos de turno y a tener que mamarse un maestro gruñón o las mamonadas de un compañero mamón. En la calle, el niño debe mamar para desarrollar su 'proceso de socialización' o, en el peor de los casos, para sobrevivir.
Se mama en el sexo y se mama en los bares. Mamamos y terminamos mamados. Y seguimos mamando, de tantas maneras como significados tiene la palabra; nos hacen mamar en el trabajo, en la cola del paro o en la de los comedores sociales. Mamamos propaganda, publicidad y consumo. Mamamos best sellers como si fueran incunables y mamamos de los smartphones como si fueran nodrizas pasiegas. Y nos hacen mamar unos grandes mamones, que lo son porque maman mucho y  maman bien. Es lo que han mamado: mamar toda la vida para poder hacer que otros mamen lo que ellos deciden que tienen que mamar. Estos mamonazos andan por doquier y tienen querencia por los despachos. “Mama y deja mamar” es su consigna. Son grandes mamadores que consiguen una carrera brillante y varias cuentas corrientes. O una de las dos cosas.
En los tiempos que corren se mama mucho, pero es un mamar que ya no está bien visto porque a algunos les ha dado por llamarlo 'robar', 'corromper' o 'prevaricar'. Con la tele nos quieren distraer, exhibiendo poses de dignidad y pronunciando frases hechas, para que mamemos el discurso dominante; nos quieren convencer de su amor al pueblo y de que solo maman cuatro mamones execrables.

Son tiempos revueltos en los que da la impresión de que la gente, la que tiene que mamar, sí o sí, está vigorosamente harta de aguantar las mamonadas de tanto mamón suelto. Todo puede ser que, como buenos mamones, terminen siendo tierna carne de entrecot en una buena parrillada.

domingo, 9 de noviembre de 2014

Expediente a Serunión


Gorgojos al punto

HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA

La aparición de larvas en las comidas de algunos colegios de Castilla y León, y más recientemente en uno de La Rioja[1], provoca la apertura de un expediente por parte del Gobierno riojano a la empresa Serunión, concesionaria de dichos servicios. Los hechos han causado cierta alarma social, particularmente en el entorno de las asociaciones de padres y madres de alumnos. Serunión es la adjudicataria de muchos restaurantes, cafeterías y comedores de colegios y hospitales públicos españoles, entre los que se encuentra el Hospital Regional de Málaga 'Carlos Haya'.

Las inesperadas invitadas a la mesa son larvas de unos escarabajos picudos llamados genéricamente gorgojos, insectos que suelen colonizar cultivos y alimentos almacenados; el mejor preventivo contra ellos consiste en la limpieza, según la Nueva Enciclopedia Universal. [2]


Mucho se habla en la actualidad del consumo de insectos como alimento humano con alto valor nutritivo. Una costumbre oriental que el esnobismo occidental trata de importar en contra de la barrera cultural que los considera asquerosos. A un europeo medio, especialmente del Mediterráneo, la presencia de estos bichos en su plato es causa de repulsión e inquietud.
Inquietud que se ve acrecentada en aquellos que frecuentan los establecimientos de Serunión en Málaga, ya que, según el diario La Opinión de Zamora, las comidas que sirve la empresa en Castilla y León llegan diariamente desde esta ciudad.[3]
Serunión se autodefine como “una empresa española, filial del grupo internacional Elior, en la que desde hace 30 años trabajamos para cuidar a las personas”.[4] Sin embargo, los que comen en sus restaurantes no están tan seguros de tal desvelo; desde este mismo blog se ha denunciado en repetidas ocasiones la pésima calidad de la comida[5], del servicio en general[6], de los menús[7] e incluso de la presencia de un roedor en la cafetería-restaurante del pabellón A del Hospital Carlos Haya.[8]


No sería mala idea que los responsables del hospital informaran de las condiciones del contrato, de la elaboración de los menús, del origen de las materias primas, como el aceite que usan, y de la calidad de los productos que, mayoritariamente, consumen familiares, pacientes ambulatorios y personal sanitario, ya que no suele ser el lugar elegido para un almuerzo de amigos o una cena romántica.
A no ser que busquen sensaciones gastronómicas extremas, como el gorgojo de Serunión al punto.


jueves, 30 de octubre de 2014

Error de principiante

Doña se equivoca

HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA


El recién nombrado gerente de los dos principales hospitales de Málaga, Carlos Haya y Clínico, asegura que actualmente se contrata más personal sanitario que en 2013, y se queja de que “el absentismo laboral en todas las categorías profesionales casi se ha doblado con respecto al año anterior”, según informa el diario Sur de Málaga. Estas declaraciones se producen a raíz del conflicto planteado por los enfermeros de urgencias y UCI del hospital Carlos Haya, que denuncian la falta de personal en algunos turnos y reclaman la cobertura de los puestos vacantes.


Tras la destitución de la anterior gerente, Carmen Cortés, y el nombramiento de José Luis Doña en su lugar, las valoraciones de la prensa se condujeron en el sentido del "talante negociador y conciliador" del nuevo responsable. Poco tiempo ha sido necesario para desmentir tal cualidad: ha llamado absentista a todo un colectivo profesional.
Convendría en este punto, mirar el significado de “absentismo” en el Diccionario de la RAE: “Abstención deliberada de acudir al lugar donde se cumple una obligación”. Como se puede comprobar, no incluye las bajas laborales. Esto quiere decir que si hay personas que se ausentan del trabajo sin una explicación, no se les paga su salario; se le abona a otro que le sustituye. ¿No? Seguramente que el nuevo gerente no pretendía poner en duda la integridad de los médicos que dan las bajas o la de los inspectores que las revisan. ¿Verdad?
No voy a entrar en la dotación de plantillas, porque el primero que conoce esas deficiencias es él. Si dice lo contrario, miente. El caso es que Doña se ha equivocado. Es de suponer que en su gabinete de comunicación no deben andar muy contentos. Comenzar la gestión de una enorme institución pública cuestionando a los cuatro vientos la profesionalidad de sus empleados, no parece una buena forma de mejorar la imagen del hospital hacia el exterior, ni la suya al interior.

José Luis Doña, nuevo gerente de los hospitales Carlos Haya y Clínico de Málaga. / SUR

Da la impresión de que Doña se ha venido arriba con el nuevo cargo. Conozco muchas cosas y puedo entenderlo. Su actitud está siendo imprudente y no hace honor a las tablas que se le suponen a todo un profesional de los despachos. No faltará quien le de un pescozón desde Sevilla. Es más, con este desafortunado comienzo no creo que esté de gerente ni la mitad del tiempo que ha sobrevivido como subdirector. Le recomiendo que guarde la foto de esta noticia, hecha en el Clínico, para recordar el día que dijo lo que nunca debió de decir.

sábado, 25 de octubre de 2014

MIR: el crujir de los cimientos


Los aspirantes (y II)

HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA

Noviembre de 2012. Los médicos generales en formación especializada (MEGFE) votan huelga al entender que sus reivindicaciones salariales, laborales y docentes no son atendidas por los responsables sanitarios de Andalucía. El éxito de la misma, más que en lo conseguido, consistió en poner en evidencia la inestabilidad de una estructura hospitalaria mal cimentada, en provocar una especie de histeria institucional y en permitirles ganar la siguiente reivindicación ―año y medio después― con solo enseñar los dientes.

Las dulzonas uvas del 99 dan paso, entre descorches, chinchines y vapores, al nuevo milenio. Nuevos tiempos aún por degustar o, más bien, por deglutir. La primera legislatura de Aznar da paso a la segunda con la mayoría absoluta obtenida por el del bigote en marzo del 2000. Ya saben: “España va bien”. Hoy, no pocos de aquellos políticos pisan los juzgados acusados de todo tipo de delitos por corrupción.
En el sur, por esas mismas fechas, Manuel Chaves encadena su segundo decenio al frente de la Junta de Andalucía. Disfrazado de banana caribeña, el rodillo socialdemócrata del PSOE rula sin descanso hacia la orgía carnavalesca de una explosión neoliberal en ciernes. Ya saben: “Andalucía imparable”. En ese primer Gobierno andaluz hay algunos, como Zarrías, Magdalena Álvarez, Viera o Vallejo, actualmente señalados por la justicia como presuntos corruptos. Al último citado, el abogado y licenciado en empresariales Francisco Vallejo, le asignan la Consejería de Salud.

El hospital, microcosmos y espejo social
Ajeno a este contexto político ―nuevo por los nombres que no por las intenciones― el Carlos Haya, como cualquier otro gran hospital, no para su sala de máquinas. El personal, en general, acostumbrado a la opacidad directiva, a rumores 'de buenas fuentes', a los hechos consumados y a solventar problemas propios y ajenos en una suerte de autogestión controlada, es incapaz de barruntar su destino, ni siquiera a corto plazo. Lo que sea, será. Los más espabilados aspiran a “que me dejen como estoy”. El gerente por aquella época, Francisco Juan Ruiz, no tiene grandes problemas en su dirección. Hábil negociador y buen embaucador, controla sindicatos y jefes de servicio ―salvo algún rebelde― con elegante porte y verbo diplomático. Un tipo agradable. Por ejemplo, conseguir un celador más para la puerta de urgencias resulta una tarea titánica. Médicos y enfermeros comienzan a lamentarse, en voz baja, por contratos de corta duración. Año 2000, días de aparente bonanza que oculta claros recortes bajo el eufemismo de la “contención y optimización del gasto sanitario garantizando una asistencia de calidad, gratuita y universal”, como el Servicio Andaluz de Salud prefiere llamarlos.
Catorce años han pasado. Catorce. Y siguen diciendo lo mismo.

La cultura del consumo con el mínimo esfuerzo
El siglo XXI llegaba pues, orondo, opulento, con una tasa de paro aceptable ―si se puede llamar así por comparación con la actual― y con media España en obras. Para muchos jóvenes estudiar era un crimen pudiendo trabajar en el mundo inmobiliario; un sueldecito decente, un buen coche a plazos y una hipoteca que no podrían terminar de pagar. Una fiebre hipnotizadora, a lo American way of life, mientras Bush juraba venganza sobre las ruinas del 11-S.
Aquellos otros, los que terminaban una carrera, no eran ajenos a esta corriente. Muchos recién licenciados en Medicina soñaban con lo mismo pero a un nivel económica y socialmente superior. Educados en sus casas para triunfar y en la facultad para obtener un puesto de privilegio en el examen MIR, no pocos llegaban al hospital ―y siguen llegando― con la lección bien aprendida y las ideas claras: terminar sin sobresaltos, responsabilidad la justa y una actitud más o menos servil, en función de un futuro hueco laboral dentro de su propio servicio. El trabajo en urgencias, un clásico de dureza pero una gran fuente de aprendizaje, mientras menos y durante menos tiempo, mejor. Aptitud y actitud son dos palabras que tienen muchas más diferencias que la segunda letra.

El entorno digital como herramienta de empoderamiento
Un fenómeno que no se puede obviar cuando se habla de la primera década de este siglo es la explosión definitiva del entorno digital y el acceso masivo al ordenador y a Internet. Desde el correo electrónico, el chat, los grupos de noticias, los foros virtuales y la blogosfera, hasta las más recientes redes sociales y los smartphones, la información ―no siempre fiel y veraz― y la comunicación no han parado de fluir atropelladamente.
Si para un antiguo MIR era complicado saber en qué condiciones trabajaban sus compañeros en el resto de hospitales, para un MEGFE actual no hay problema en conocer hasta los detalles más pequeños de lo que pasa en los centros más distantes. Un colectivo joven, amamantado digitalmente, ha encontrado en las nuevas tecnologías la forma de organizarse para reclamar sus derechos laborales y docentes. Más, mucho más, los primeros que los segundos. Y con ello han dado un giro al sistema y se han hecho mucho más visibles. Han descubierto el pastel al mostrar a la opinión pública cómo la administración suple mano de obra cualificada y especializada con médicos generales que aún no tienen otro título que éste.

Una década de recortes y un desfile de gerentes
En 2004 aterriza en la Consejería de Salud de la Junta de Andalucía María Jesús Montero, cargo que mantendrá durante los siguientes nueve años. Entre sus objetivos, impulsar definitivamente la sustitución de los antiguos servicios por unidades de gestión clínica (UGC), con la Medicina basada en la evidencia (MBE) como soporte 'científico' e instrumento homogeneizador de la práctica médica. Un entramado estructural e ideológico diseñado por tecnócratas, médicos agradecidos y una variopinta fauna de 'expertos' afines al aparato, llegados de agencias, fundaciones y escuelas de salud pública; todo ello con el fin último de contener el gasto sanitario, burocratizando la figura del médico a cambio de un sistema de incentivos económicos por objetivos pan para hoy y hambre para mañana que ha conseguido amordazar y dividir a los profesionales. Si Maquiavelo viviera, haría lo que Susana Díaz hace un año: poner a la Montero en la Consejería de Hacienda.
El Carlos Haya, desde la dimisión de Francisco Juan en 2004, ha tenido que sufrir sucesivamente a cuatro gerentes: María Ángeles Prieto, cesada en 2008, Antonio Pérez Rielo, que dimitió en 2012, Carmen Cortés, destituida el mes pasado, y el actual José Luis Doña, subdirector del hospital durante los últimos nueve años. Sub-di-rec-tor. Nadie sabe si es el idóneo ni por qué. Y si lo es, nadie entiende cómo no se percataron antes. Los periódicos escriben sobre su buen talante, cualidad deseada pero insuficiente por sí sola.
Durante todo este tiempo, una década, se han hecho toda clase de perrerías. Años antes de que Zapatero verbalizara la palabra 'crisis', en Andalucía ya se abusaba de contratos indignos; en Andalucía ya se presionaba a los médicos de familia con las prescripciones, derivaciones y peticiones diagnósticas; en Andalucía, en sus hospitales, ya habían dejado de hacer guardias físicas especialistas como cardiólogos, neurólogos, digestivos, otorrinolaringólogos o cirujanos plásticos. En Andalucía, la crisis global es el salvavidas al que se aferra una casta de insípidos trepadores que, a modo de hiedra silvestre, colonizan hasta la última grieta del sistema. Con las coartadas del desplome financiero, la burbuja inmobiliaria y la llegada al Gobierno español de la derecha más sucia desde los tiempos del Movimiento, los aventajados 'socialistas' andaluces respiran aliviados porque pueden disimular sus maldades y su incompetencia.

Un nuevo paciente ante un médico perplejo
Los avances técnológicos y científicos han producido grandes cambios en el hábitat médico: hay un nuevo tipo de paciente, más viejo y con más problemas de salud. Se intenta mantener con interminables listas de fármacos y procedimientos que tienen distintos grados de invasividad; aquéllos y éstos, a su vez, crean nuevas enfermedades y favorecen otras. Es un enfermo con un altísimo nivel de complejidad, que necesita, solamente para él, tres o cuatro especialistas diferentes, incluso alguno más. Mucho se habló siempre de la 'deshumanización' del profesional sanitario; el problema es, en realidad, la del enfermo: para los burócratas es un número que padece códigos y que hay que 'manejar' en un 'proceso' establecido por ellos. Los médicos no se han deshumanizado. Han sido sometidos a un tratamiento de funcionariorobotización planificada; ésta es una idea central, porque es la única vía que tienen los políticos y sus bastardos para contrarrestar el poder del conocimiento adquirido con esfuerzo, estudio y experiencia. Con ese saber, con cierta bondad ―despojada de ñoñerías paternalistas―, con la enorme ―y mal pagada― responsabilidad y con una necesaria megadosis de humildad, los médicos son los que han de tomar las decisiones que mueven el sistema. Si aún no lo han derribado debe ser porque no permiten cargar en sus conciencias el estigma de provocar daños irreparables a personas cuyo 'único pecado' es el de enfermar.

En este contexto social, político, económico y tecnológico, un buen número de profesionales se han visto atrapados en trincheras tan diferentes como distantes. Los más veteranos 25, 30, hasta 40 años de servicio, normalmente con mucha experiencia y estabilidad laboral, están cada vez más cansados, gastados, quemados; sobreviven en el frente por una nómina congelada y por los restos de aquel impulso que un día les llevó a él: vocación y responsabilidad. El deterioro de la consideración institucional hacia ellos refleja el de sus condiciones laborales y salarios, los frustra y los convierte en una suerte de semillas hueras para la transmisión de sus conocimientos.
Más jóvenes, con una preparación excelente y un buen poso de experiencia, otros muchos están encadenados desde hace años por contratos cada vez más denigrantes; la incertidumbre llama al miedo, y éste tiene dos efectos: la sumisión y la conveniencia. No todo lo que se hace, o deja de hacerse, es “por el bien del paciente”.

El diseño de las plantillas: un puzle incompleto
La praxis clínica está contaminada por todo lo anterior pero también por la impotencia de no poder atender, de forma profesional y humana, la continua avalancha de tareas, merced a la política de mínima contratación que mantiene el SAS desde hace más de una década. Todos los servicios están infradotados de todo tipo de personal. La tensión asistencial puede palparse en el hospital. La 'cadena productiva' gira y gira, cada vez más rápida, pero las manos son las mismas. Las plantillas han sido planificadas, y lo siguen siendo, contando con los MEGFE como mano de obra ―no tan barata como ellos pretenden o, cuando menos, no mucho más que la de sus adjuntos―. Hay mucha más diferencia entre el peso de las decisiones y la responsabilidad, que entre las nóminas de unos y otros. Aún así, es evidente que los MEGFE son médicos sin experiencia que soportan más peso asistencial del que debieran.

En tal malsano ambiente la chapuza es divisa corriente y el compañerismo se disfraza de microcorporativismos endogámicos y saludos cordiales. Aparece el 'sálvese quien pueda' y el salir del paso guardando las formas ―a veces ni eso―, pero sobre todo, guardando el trasero con una práctica médica ultradefensiva. La historia clínica, el alma de la Medicina, se copia y se pega, a veces en ordenadores ubicados varias plantas por encima o por debajo de la cama doliente. Sin tiempo ni sosiego para poder hacer una buena historia, lo inmediato es pedir todas las pruebas y todas las veces que se estimen oportunas. En no pocas ocasiones los pacientes son 'valorados' por teléfono; de esta forma se indican muchas pruebas complementarias, se recomienda consultar a otro especialista o incluso dar el alta de urgencias.

Quo Vadis, Domine?
Todo lo expuesto es solo un bosquejo contextual, general pero no generalizado, afortunadamente. A este confuso maremágnum llegan los MEGFE tras su periodo académico y un duro examen teórico. Llegan por tierra, avisados, a un puerto mal abrigado. Les espera un viaje de cuatro o cinco años. Unos temen navegar en galeras, otros esperan un cómodo yate. De una forma u otra tienen que aprender el oficio. Como los buenos grumetes. Según el DRAE, el grumete es ese “muchacho que aprende el oficio de marinero ayudando a la tripulación en sus faenas”. Aprende. Oficio. Ayuda. Faena. Podría añadirse, por lo que sabemos de la historia o de la literatura, que el grumete es, además, el único cuya relación con las órdenes se limita a recibirlas. Lo de acatarlas diligentemente es otro cantar, pero lo que es mandar, ni en las ratas de la bodega.
El símil puede servir, pero con diferencias sustanciales. No hay que olvidar que los MEGFE son médicos que aspiran a ser especialistas. Incluso pueden dar alguna orden que otra. Tienen la oportunidad de cumplir un sueño de bata blanca, suponiendo que lo tuvieren. Tal como discurren los tiempos, en una sociedad cada vez más pobre y malempleada, si todos ellos ganan lo que un MEGFE de segundo año a principios del 2012 en Valencia[1] ―casi 2.600 pavos limpios en un mes― es para que se sientieran más que satisfechos. Quizá haya que romper ya ese mito del último mono, tan sufrido y abnegado como entregado a la Ciencia. Mesura y sosiego. Conviene contar las cosas como se conocen y no como a algunos les interesa que se sepan. Pues no quedan losas para tanto mártir.

Entre los éxitos más reseñables de los MEGFE en sus reivindicaciones laborales de los últimos tiempos, están el de librar en el saliente de guardia, como el resto de personal, y conseguir la inhabilitación de los de primer año para firmar informes de alta sin la rúbrica acompañante de un médico supervisor con más experiencia. Fue esta última una sentencia que destapó las carencias estructurales y reconoció la insuficiente preparación de estos médicos para asumir responsabilidades que hasta ese momento venían desempeñando. Los servicios de urgencias que dependían en exceso de los MEGFE de primer año para sacar adelante una demanda cada vez más gruesa, más exigente y más alentada por la propaganda electoral permanente, se vieron en un brete. En vez de dotarlos adecuadamente con más profesionales formados para que pudiesen trabajar de forma digna en la atención de sus propios enfermos y en la supervisión de los otros, tiraron, principalmente, de los MEGFE de segundo año, como si éstos fueran profesionalmente autosuficientes.
Había caído la primera ficha en la hilera del dominó.

El MEGFE, moneda de cambio para jefes y tutores
Las salas del hospital Carlos Haya dependen de los MEGFE de segundo y superiores. Ellos, a su vez, prefieren y reclaman trabajar durante su horario laboral ordinario (normalmente el turno de mañanas) en las plantas por las que pasan. Los tutores y la Comisión de Docencia ―tanto monta cortar como desatar― apoyan sin reservas esta vieja aspiración de los aspirantes; bajo la bandera de la docencia, bien organizados y respaldados interesadamente por sus servicios, han conseguido retirarse de urgencias en labor asistencial por las mañanas. Primeramente, muchos años de presiones culminaron, hace más o menos un lustro, con una serie de negociaciones un tanto trileras, por las que solo tendrían que trabajar en la puerta de urgencias durante los meses de vacaciones; es decir, sustituyendo a los médicos adjuntos. Tras la huelga de finales de 2012, con su repercusión ante la opinión pública y el caos que supuso, era cuestión de poco tiempo que cayera la penúltima ficha en pie. Con un simple amago de cintura, los MEGFE y su amenaza de huelga a principios del pasado verano consiguieron en tiempo record lo que nadie había logrado: la contratación de médicos formados.

Saber ganar
Detrás de esta lectura victoriosa y de la legitimidad de las reivindicaciones, hay una realidad constatada y constatable que a pocos les interesa que se conozca. Ya durante la citada huelga de 2012 se les vio el plumero a unos pocos: llegaban como esquiroles a las ocho de la mañana, para trabajar en sus servicios, y se declaraban en huelga cuando se les comunicaba que tenían que hacer guardia en urgencias. Hay registradas numerosas incidencias con MEGFE que por las mañanas tienen que atender las urgencias, la planta y lo que surja, sin tutorización alguna; ellos mismos se confiesan solos y desbordados. ¿Acaso abandonados? Se ha llegado a ver a un aspirante de segundo año valorando un caso grave en la sala de críticos, acompañado de dos o tres de primer año, atentos a las enseñanzas de alguien que lleva en el hospital la friolera de 365 días más que ellos. ¿Dónde estaba su referente? En el mejor de los casos, cerca de algún teléfono, igualmente sin poder dar abasto a tanta sobrecarga asistencial. Sin embargo, esto lo toleran y no claman a sus jefes. Ni siquiera se atreven a reconocerlo en público. Están tan explotados como antes pero ahora hacen méritos para un futuro contrato, lo cual no es en absoluto criticable, siempre y cuando se respeten ciertas reglas del juego.

Nadie dice nada, antes al contrario: defienden a capa y espada lo indefendible, en el seno de un corporativismo que puede resultar hasta patético. Tienen la fea costumbre de presentarse a los enfermos como especialistas, y no como lo que son: aprendices de ellos. No obstante, es cierto que generar un clima de desconfianza enturbia la relación médico-paciente en detrimento de este último. Es por ello que el resto del personal sanitario suele contribuir a mantener esta norma tácita de suplantación. Lo que menos se necesita es un problema innecesario. Pero si el nivel cultural medio de la población fuera mayor, y la información no se le birlara descaradamente, el sistema podría tener serios problemas cuando los ciudadanos reclamasen ver las tarjetas identificativas y solicitaran un experto para su enfermedad. De cualquiera de las maneras, con todos los matices y excepciones que admiten estas ideas, lo que no parece coherente por parte de un MEGFE es la adopción de actitudes y comportamientos diferentes según el lugar y el día que toque, o en función de a quién deba rendir cuentas. No se puede ser hoy un mandado sin experiencia y mañana autodenominarse pomposamente “consultor” del mismo adjunto, sobre todo porque éste ya lucía fonendo al cuello mientras al otro se le caía la baba con Oliver y Benji.

El crujir de los cimientos
Para muchos de los que han contemplado el paso de decenas de promociones de aprendices, el deterioro experimentado en los últimos años es palmario, si bien reconocen que no hay más cera que la que arde: si el staff no dispone de tiempo material para hacer todo lo que se le pide, difícilmente lo tendrá para enseñar con tranquilidad. Además de ello, si los referentes ―por experiencia y capacidad― tienen que seguir en la cadena de producción hasta el día de su jubilación, el cansancio y la frustración entorpecerán la transmisión de su conocimiento. Así, el aspirante, lo primero que aprende es a despejar balones, el “de lo mío nada”, cuatro maniobras dilatorias para salir del paso y un puñado de sagrados protocolos que aplicar con más devoción que seso.
Es tan humano sentirse orgulloso de lo conseguido con el propio esfuerzo, como traspasar la línea hacia la soberbia y la arrogancia vana. Si ya es cuestionable la docencia que están recibiendo en el plano técnico, la transmisión de valores pudiera encontrarse en vía muerta; en este punto no sería justo obviar el destacado papel que juega el contexto social de partida, expuesto con anterioridad, como tampoco lo es generalizar las malas mañas de unos pocos frente a un colectivo que supone el futuro de la profesión médica. Nada más y nada menos.
Es cierto que en los últimos tiempos se han comunicado conductas antaño impensables e inapropiadas en cualquier momento. Y no pasa nada. Ni pasará mientras la calificación de los aspirantes dependa de unos pocos, instalados dentro de un círculo de intereses, y no del conjunto de profesionales, tanto médicos como enfermeros, que son, realmente, los que más saben de la pasta que se cuece. De la misma forma, sería un interesante ejercicio de transparencia dar a conocer la valoración que hacen los MEGFE de los adjuntos, de la enfermería y del hospital en general.

En los dos últimos años, se han convocado casi 140 plazas menos de MIR.

La última ficha está a punto de caer.





viernes, 22 de agosto de 2014

MIR: ¿Un príncipe convertido en rana?

Los aspirantes (I)

HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA

El comienzo del verano de este año 2014 ha sido pródigo en noticias sobre el Servicio de Urgencias del hospital Carlos Haya. Los diarios malagueños, especialmente el de mayor difusión, el Sur, se han hecho eco de la amenaza de huelga de los Médicos Internos Residentes (MIR) de segundo año, obligados por la Dirección del hospital a trabajar en urgencias por las mañanas, en días laborables, durante los tres meses estivales en los que los médicos adjuntos (médicos de plantilla) toman sus vacaciones anuales. Esto se produce días después del anuncio de la inminente reestructuración arquitectónica de dicho servicio.


Hay muchas personas ajenas al mundo sanitario que preguntan ‘qué es un MIR’, tras leer en los periódicos los titulares y las noticias sobre sus conflictos laborales. Es curioso el desconocimiento popular sobre un sistema de formación de médicos especialistas que ya tiene una historia de más de un tercio de siglo. No pocos creen que son estudiantes; para muchos son esos médicos ‘jovencitos’ que aprenden y ayudan; y para otros son unas mentes superdotadas que han conseguido ser especialistas con poco más de 25 años. Los que se interesan algo más preguntan, acertadamente, por qué ‘internos’ y por qué ‘residentes’; y la primera respuesta es que no son ni una cosa ni la otra: ni están internados ni viven en el hospital.

Por lo tanto, no parece que la actual denominación de este colectivo de médicos generales sea acertada. Es arcaica, inexacta y confusa. Para el que tenga alguna duda: son médicos generales; son ―y así serán denominados a partir de ahora― Médicos Generales en Formación Especializada (MEGFE)[1]. Y es muy conveniente que el ciudadano, como usuario del Sistema Nacional de Salud (SNS) y contribuyente de la Hacienda Pública, conozca todo lo relacionado con los MEGFE, porque están en todos los puestos asistenciales: quirófanos, plantas de encame, urgencias, paritorios, UCI, centros de salud, laboratorios, salas de radiología, etc. Es muy improbable que un usuario de cualquier servicio sanitario público no se encuentre, más temprano que tarde, con uno de estos médicos. Otra cuestión es que no lo sepa o no le interese, siempre que se considere bien atendido.

Estos médicos generales desempeñan sus funciones con un horario laboral normal: una jornada ordinaria, una serie de horas extraordinarias que se llaman guardias, vacaciones y descansos reglamentarios. El Estado les paga por ello, y habilita otros recursos necesarios para que, al mismo tiempo, estudien y aprendan lo suficiente y, al cabo de cuatro o cinco años, consigan el título de médico especialista con las garantías que la sociedad demanda. El día de mañana serán ―o al menos eso se pretende― buenos cirujanos, cardiólogos, urólogos, anestesistas, etc.

Los MEGFE son pues, mayoritariamente, jóvenes médicos generales recién salidos de una facultad. Con sus títulos, estrenándolos, acceden a una dura prueba teórica de carácter estatal que, una vez superada, les permite ingresar en un hospital acreditado, habitualmente público, para obtener durante cuatro o cinco años la formación suficiente y poder conseguir así el correspondiente y ansiado título de especialista, una vez superadas las diferentes evaluaciones que marca la ley[2]. Durante todo ese tiempo perciben un salario y un complemento por las guardias realizadas.

El montante total de sus retribuciones varía en función de la comunidad autónoma, y ha sufrido un decremento considerable como consecuencia de los recortes derivados de la actual crisis económica, al igual que ha ocurrido con el resto de estamentos profesionales. Según un estudio de la Confederación Estatal de Sindicatos Médicos (CESM), presentado en septiembre de 2013[3], la media de ingresos brutos de este colectivo ronda los 30.000 euros anuales para un MEGFE de segundo año que haga cuatro guardias mensuales. Algo menos cobrarían los de primer año, cuya labor asistencial es completamente tutorizada por ley, y algo más los de cuarto y quinto año, habilitados legalmente para una mayor adopción de responsabilidades, siempre bajo la guía del staff[4], ya que no dejan de ser médicos generales hasta la validación del título de especialista al terminar el periodo formativo.

El número de MEGFE que no superan el periodo formativo, por no ser considerados aptos, es ínfimo, por no decir inexistente. Prácticamente, salvo abandonos y desgracias personales, todos ellos ―miles todos los años― salen con el título bajo el brazo. El sistema de evaluación se realiza a través de las comisiones y unidades docentes de cada uno de los hospitales acreditados, mediante una red de tutores que son médicos adjuntos de los diferentes servicios, encargados de calificar al ‘residente’ en sus diferentes rotaciones y en su actividad puramente asistencial. Excepto infrecuentes auditorías ministeriales, las evaluaciones se hacen en y por el mismo hospital o centro de salud. A tenor de la aplastante proporción de ‘aptos’, una de dos: o todos son muy buenos y el sistema es perfecto, o hay una generosidad en exceso; y los que conocen la realidad, que son muchos, saben que para la perfección queda un buen trecho.

Este sistema de formación postgraduada se instauró en España a mediados de los años 70 y alcanzó su madurez en 1984. No hay duda de que este hecho es un hito en la historia de la medicina española, porque ha proporcionado una gran cantidad de médicos bien formados que han construido una solvente estructura técnica, profesional y científica, sobre la que se ha conformado la idea de un SNS basado en la atención sanitaria de calidad, universal y gratuita. Un sistema que, además, aspiraba a garantizar la máxima hipocrática de la transmisión del conocimiento y la praxis médica a través de las diferentes generaciones de profesionales.

Uno de los pioneros en este arranque es el profesor Ciril Rozman, un eminente catedrático, internista y hematólogo, de origen esloveno, que ya en el año 2008 atisbó un horizonte no exento de problemas y desviaciones: según Rozman, el hecho de que el acceso a MEGFE consista solamente en un examen puramente teórico, de carácter memorístico-cognitivo, “ha tenido como efecto secundario adverso, un empeoramiento de la fase pregraduada”. De estas palabras cabe deducir que la enseñanza universitaria está más enfocada a preparar brillantes opositores que a formar médicos integrales, delegando esta última responsabilidad en el sistema MEGFE. Se trataría de asegurar la aptitud mediante un test y encomendar la actitud, la praxis, el humanismo y las cuestiones éticas al libre albedrío, a una malentendida ‘evolución natural’ o al simple e incierto destino de cada cual.

Otra queja del profesor “tiene que ver con el examen al final del período de formación MIR”. Esta evaluación estaba prevista en España, “pero una huelga de los mismos MIR impidió su puesta en práctica”.[5] A tenor de esta declaración, no parece que Rozman estuviera convencido de la solvencia profesional de todos los especialistas del sistema MEGFE, por el único hecho de cursar un periodo formativo remunerado durante unos cuantos años.

En los 80, años de desempleo, un recién licenciado se apuntaba a la bolsa del paro y, con suerte, conseguía algunos contratillos de días, semanas o pocos meses en algún ambulatorio de la capital o en cualquier pueblo perdido de la provincia de Málaga. Allí iba para sustituir temporalmente al médico titular de la plaza. El ‘sustituto’ llegaba con una mochila cargada de ilusión, ganas, temor y conocimientos teóricos, muchos de ellos tan inservibles para el cuerpo a cuerpo de la realidad, que terminaban desapareciendo de la memoria.

El hospital quedaba muy lejos en el horizonte profesional; allí estaba la élite, con sus buenos especialistas y sus MEGFES, que no solían tener problemas para encontrar trabajo estable al terminar su periodo formativo. Además, el currículo acumulado les permitía acceder con garantías a las oposiciones para una plaza fija. A los médicos que no conseguían superar el duro examen test del mal llamado MIR, le quedaban pocas opciones: muchos seguirían vagando temporalmente por consultorios, urgencias extrahospitalarias o ambulancias de mala muerte (las famosas ‘lecheras’); algunos, a través de un conocido o familiar, intentaban formarse en alguna especialidad de forma tan poco regulada como mal retribuida: así nacieron los Médicos Especialistas sin Título Oficial (los MESTO); otros buscaban en la medicina privada ―de capa caída en aquellos tiempos― el pan y la sal. Los más tozudos estudiaban, año tras año, para ser MEGFE; y los más listos aprovecharon determinadas coyunturas políticas y un carné de partido para dedicarse a cargos administrativos que les permitirían medrar y trepar, lejos de la vocación que les había llevado a esta carrera universitaria: no son pocos los gestores actuales ―al menos en Andalucía― que proceden de aquellas hornadas.

Mientras los MEGFE tuvieron trabajo asegurado al acabar la ‘residencia’ no hubo mayores problemas, aunque ya se percibía un cierto estatus de castas. Pero a finales de los 80, el paro volvió su malévola mirada también hacia ellos. El corporativismo defensivo y la insolidaridad en las adversidades, talones de Aquiles de la profesión médica, despertaron como la quimera de su letargo: especialistas y médicos de familia vía MEGFE contra MESTO y médicos generales, que reclamaban sus derechos a un puesto de trabajo y una homologación profesional; las administraciones hacían todo tipo de piruetas legales para adaptar títulos dispares y reconocer situaciones consolidadas en un vacío difícil de llenar.

A estas alturas, el colectivo MEGFE y sus mentores se habían convertido en un importante grupo de presión con la bandera de la competencia profesional ‘acreditada’. Los primeros en caer fueron los MESTO, desposeídos sin piedad de sus puestos tras años de sacarle al SNS las castañas del fuego, muchos de ellos ya con una edad y una situación familiar que les ponían muy cuesta arriba el camino y su futuro. Los médicos de familia que terminaban su ‘residencia’ gozaron de un baremo favorable y coparon rápidamente los primeros lugares en la bolsa de trabajo. Las sobras, para los médicos generales sin plaza en el SNS. Nadie podrá negar que la formación de aquéllos contribuyera a mejorar la calidad asistencial; pero este hecho solamente se dio mientras la nueva Atención Primaria funcionó como estaba previsto.

Esta especie de gazpacho galénico se estabilizó, más o menos, ya entrados los años 90, gracias a una mejoría del mercado laboral, que dio relativo acomodo a los diferentes colectivos médicos. Los nuevos especialistas no tenían grandes problemas para ser contratados, incluso en los mismos servicios en los que se habían formado. Los médicos de familia encontraban acomodo en los centros de salud o en urgencias. Durante tres, cuatro o cinco años habían trabajado duro, habitualmente con más horas de hospital y estudio que de hogar y ocio. Y sin salientes de guardia hasta que una justa reivindicación y diferentes sentencias judiciales terminaron reconociéndolos como un derecho laboral muchos años después. Motivados, curiosos, ávidos de saber, esforzados, respetuosos con la profesión y con sus docentes; a la aptitud teórica sumaban la actitud necesaria para afrontar los problemas, adquirir responsabilidades y tomar decisiones. No tenían necesidad de servilismo ni de adulaciones interesadas para ser bien valorados.

En un hospital terminan conociéndose todos. El hospital, como entidad con todos sus trabajadores, enfermos y allegados, es el que suele dictar la primera sentencia sobre el que es ‘buen médico’, y la primera predicción sobre el que será un ‘buen especialista’; esos pasillos han visto tanto y a tantos, que difícilmente se equivocarán. Y por aquella época los pocos ‘residentes’ desidiosos e incompetentes ―que también los había, como en cualquier otro estamento o institución― resaltaban más por el alto nivel que tenía la mayoría de sus compañeros, que por su propia mala actitud. La mediocridad encontraba serias dificultades para mimetizarse en una blanca bata o un pijama verde, y era fácilmente descubierta, incluso paternalmente tolerada por el sistema.

La segunda mitad de los 90 no fue mala, laboralmente hablando. La puesta en marcha de nuevos servicios asistenciales, la reorganización de la asistencia urgente, el inesperado silencio sindical durante el primer mandato de Aznar y la relajación de las bolsas de trabajo, permitieron contrataciones casi a la carta y de mediana o larga duración en muchos de los casos. Tales arbitrariedades fueron posibles dentro de un vacío administrativo pero, sobre todo, fueron adecuadas porque los diferentes jefes clínicos usaron criterios que coincidían con la valía profesional de los elegidos. El tiempo les dio la razón. Además, los mediocres no tenían grandes problemas para encontrar trabajo. Todos contentos. Desde el futuro, siempre difícil de adivinar, el nuevo milenio se invitaba a si mismo, socarronamente, a irrumpir inexorablente tras la última campanada del maltrecho siglo XX. Quizá, lo que no han sido capaces de prever Rozman y otros impulsores de la formación médica especializada, son las consecuencias que sobre la misma han tenido, y tienen, los cambios a nivel social, político, laboral, profesional, académico y científico, que se han producido desde entonces.

El siglo XXI no venía solo.

(Continuará)





[1] Denominación original del autor, que pretende una mayor coherencia entre el significante y el significado, pero sin valor oficial alguno.
[2] http://www.boe.es/buscar/pdf/2008/BOE-A-2008-3176-consolidado.pdf
[3] http://www.cesm.org.es/index.php/laboral/retribuciones/2653-los-medicos-hemos-perdido-como-minimo-un-25-de-su-poder-adquisitivo-desde-2010
[4] En el ambiente hospitalario, Staff es el término que engloba al conjunto de médicos adjuntos de plantilla y los jefes clínicos de un centro sanitario. En la empresa privada, se refiere con mayor exactitud al grupo directivo.
[5] http://blogderozman.wordpress.com/2008/12/23/breve-historia-del-sistema-mir/

sábado, 28 de junio de 2014

Comentario al artículo "Urgencias de Carlos Haya" en el diario Sur


Manos a la obra

HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA

Con el titular “Urgencias de Carlos Haya” ha sido publicado un artículo en el diario Sur[1], firmado por Ángel Escalera, sobre la futura remodelación arquitectónica del servicio de urgencias del hospital malagueño, una promesa hecha en el año 2000.

Quince años llevo denunciando esta grave negligencia de las autoridades sanitarias. La hemeroteca del diario Sur es testigo de ello por alguna de mis cartas al director que han sido publicadas.

Pero como dicen los futboleros, “el partido no acaba hasta el pitido final”; de momento, la obra sigue siendo la eterna promesa. Y además, advierto: cuando las urgencias del Carlos Haya tengan un espacio y unas instalaciones dignas, habrá que ver con cuánto personal, sanitario y no sanitario, las dotan. Más aún: si no arreglan la Atención Primaria y las listas de espera, las personas tendrán que seguir acudiendo en masa a las urgencias del hospital por problemas solucionables en otros niveles.

Y si no hay una conciencia ciudadana de buen uso de un servicio público imprescindible, mal continuarán las cosas; si la propaganda oficial y su eco a través de los medios de comunicación, se sigue dedicando a ensalzar los grandes avances técnicos en vez de contribuir a fomentar un uso responsable de los servicios básicos, mal irán las cosas. Y como de momento, por desgracia, se hace necesario un servicio de seguridad para intentar evitar las agresiones (físicas y verbales) que padece el personal diariamente, es de esperar que diseñen un circuito de flujos que evite la aglomeración de familiares y acompañantes, y que facilite el trabajo de los vigilantes para que su labor sea eficaz.

Málaga, los pacientes y los profesionales se lo merecen.




[1] http://www.diariosur.es/opinion/201406/24/urgencias-carlos-haya-20140624010354-v.html

viernes, 9 de mayo de 2014

ENSAYANDO LA ABSTENCIÓN

Minorías aplastantes
HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA


Todos ellos llevan muchos años orinando sobre el pueblo soberano: lo humillan, lo desprecian, lo engañan, le roban, lo maltratan… en nombre de la democracia. No se puede hacer nada”. Ésta podría ser la reflexión de cualquiera de los millones de ciudadanos que se sienten así. Profesionales cualificados, obreros, artistas, parados, empleados, científicos, desahuciados, funcionarios y parias de toda la vida. Mujeres y hombres. Un lamento impotente ante la fuerza de los acontecimientos. Un quejío ahogao por la insultante altivez de la propia realidad. Una capitulación definitiva, una rendición a los pies de la evidencia. ¿Qué hacer?

Señoras y señores: son los políticos. Comienzan su gira para las elecciones europeas del 25 de mayo. Piden el voto con nuevas promesas de bienestar para todos… Son los políticos: la correa de transmisión del poder real, el de las grandes sumas; el que se esconde entre las bambalinas de las corporaciones, bancos, mercados y marcas; el poder de los listos, el de los que nunca pierden. El del caballo ganador.

El próximo 25 de mayo culmina la liturgia electoral con el solemne acto de las votaciones: los que se acerquen a las urnas elegirán 54 ‘eurodiputados’ españoles, que se sentarán en los escaños del Parlamento de Europa junto a otros casi setecientos políticos del resto de países miembros. Cinco añitos más. «Esta vez es diferente», es el eslogan oficial.[1] ¿Diferente a qué? ¿Diferente es mejor? ¿Qué ha ocurrido para que ahora tenga que ser distinto? ¿Hasta cuándo será diferente? ¿Hasta el 26 de mayo?
Seguramente no serán pocos los que piensen que nada será diferente. Que todo seguirá igual… o peor. Que el eslogan no es una promesa ni una declaración de intenciones. Que no hay proyecto de cambio. Que seguirán machacando a la clase media e ignorando a los desarrapados. Esta vez es diferente. Suena como una llamada desesperada a la participación; es como decir: “Te hemos fallado, lo sabemos, pero vótanos, que esta vez vamos a ser buenos, justos y honorables”. Quieren que la gente vote. Primeramente, que voten a sus partidos, claro está; pero si no fuese así… que voten.

Necesitan la legitimación de la ciudadanía, porque ésta es su coartada singular. Las cifras históricas les duelen, y temen que ahora sean peores: en las elecciones europeas de 2004 y 2009, entre cinco y seis de cada diez potenciales electores españoles se abstuvieron de votar. Si se tiene en cuenta la población general, incluyendo a los menores de dieciocho años y a los incapacitados por ley, el destino de más de treinta millones de ciudadanos españoles que no votaron fue decidido por algo menos de dieciséis, que sí lo hicieron.
Estos números, en crudo, por sí mismos, ya cuestionan la legitimidad de un sistema democrático porque los elegidos lo son por aplastante minoría. Después, para terminar de deslegitimarlo, ya se bastan ellos solitos con la sordidez de su propia sumisión a intereses personales, de partido y, sobre todo, ajenos. Ajenos a ellos mismos y a la tan manida soberanía popular con la que llenan su boca ante cámaras y micrófonos.

Es necesario desmontar de una vez por todas algunos tópicos creados por la propaganda política electoral. Una de las muchas técnicas de la persuasión planificada es la repetición controlada del mismo mensaje. Otra es que éste apele a emociones, sentimientos y altos valores morales; las dos confluyen en expresiones electorales, reiteradas hasta la saciedad, como deber ciudadano, momento supremo, fiesta de la democracia, alta responsabilidad cívica u honor soberano.
Esto es particularmente observable en la jornada de reflexión, cuando por ley ya no pueden pedir el voto para sí mismos; lo piden para el que sea, da igual, quieren colas ante los colegios electorales para poder exclamar satisfechos: “¡Éstos son mis chicos y mis chicas!”. Atrás quedan semanas de bochornosas grescas a través de los medios de comunicación que cubren tales escenas teatrales, tan falsas como un combate de pressing catch.
El otro gran cliché propagandístico se produce por la contraria: el abstencionista es un irresponsable social, un haragán desafectado, sin conciencia ciudadana, un elemento pasivo que prefiere quedarse todo el día en el sofá, en el campo o en la playa. No lo dicen así: jalean al fiel votador y lo ponen en primer plano; simulan ignorar, por ejemplo, a los cerca de veinte millones que se abstuvieron en 2009.

Existe cierta confusión entre diferentes conceptos. Está escrito en el Diccionario de la lengua española que ‘abstenerse’ quiere decir contenerse, refrenarse o privarse de algo; también significa «no participar en algo a que se tiene derecho» o «ejercer la abstención». Todas esas acepciones tienen un innegable perfil volitivo, están íntimamente ligadas a la libertad individual de cualquier persona para tomar una decisión determinada. Una decisión dictada por su juicio, por sus valores o por sus emociones, pero absoluta y exclusivamente determinada por la voluntad y el libre albedrío. Y como toda decisión, es un acto en sí misma: es la acción de no hacer, de no decir o de no participar en algo o con alguien. Es, simplemente, la decisión de no votar.

Por lo tanto, la abstención es activa. Da igual que sea meditada y motivada, o que sea fruto del hastío, el cansancio, la desafección, el desencanto o una invencible sensación de inutilidad. La abstención es el acto de no votar. En ningún caso podría considerarse una dejación de obligaciones o la omisión de un deber, conductas que entrañan una trasgresión de normas impuestas por las leyes o por los códigos morales ―sociales y familiares― vigentes en un momento histórico determinado y aceptados de forma tácita como principios de comportamiento y de convivencia en la sociedad. Solo sería punible en aquellos países ―los menos― cuyas leyes obligan a sus ciudadanos a votar.
No es el caso español. Aquí es un derecho, no un deber. En España se puede ser cívicamente intachable sin pisar un colegio electoral, y el mayor de los sinvergüenzas aún votando; es más: se puede ser cívicamente intachable a pesar de votar. Depende de cómo se ponderen la utilidad, la eficacia, las consecuencias y los beneficios sociales derivados del acto de elegir, mediante una papeleta, a aquellas personas que se postulan para defender eso que pomposamente llaman ‘los intereses del pueblo soberano’.
Pero incluso más allá de los intereses generales, depende del concepto mismo que se tenga de la democracia, completamente denostada en la actualidad, convertida en una abstracción sin contenido y pisoteada con descaro por aquellos que la pregonan sin descanso desde los escaños conseguidos en las urnas. Precisamente por los mismos que ahora arengan al electorado a que cumpla “su deber ciudadano de votar”. ¿Es un acto de irresponsabilidad no participar en un proceso por el cual se elige a las mismas élites que han provocado el desastre actual? Parece más bien lo contrario.

Votar en blanco sí es votar. Existen grupos ciudadanos organizados que abogan por tal posibilidad. Los partidarios de esta respetable opción la llaman ‘abstención activa’, una construcción semántica incorrecta que alude, sin duda, a la carga de protesta o inconformismo político que expresan cuando acuden a un colegio electoral para introducir un sobre vacío dentro de la urna. Para ellos, el voto en blanco es el producto de una reflexión sobre la clase política y de una elevada conciencia ciudadana. Aceptan el sistema pero no les convence ninguno de los partidos en litigio.
Los sobres vacíos, es decir, los votos en blanco, suman en el total de sufragios sobre el que se calcula la distribución de escaños. Según los expertos y analistas políticos, con la Ley Electoral vigente, el voto en blanco afecta al resultado final, y lo hace en perjuicio de los partidos minoritarios. No se traduce en escaños vacíos. De hecho, los movimientos en su favor reivindican un cambio legislativo en tal sentido, pero mientras éste no se produzca, votar en blanco es alimentar al oligopolio político y al sistema bipartidista, el de los buenos y malos, el de “o estás conmigo o estás con aquél”, el del inútil ‘voto útil’ de los ciudadanos; un sistema basado en una fórmula matemática del siglo XIX, la ley de D’Hont, que mantiene al electorado dividido en dos bloques políticamente irreconciliables. Un público fragmentado en solo dos colores, bajo el yugo hipnótico de la propaganda actual, la que algunos politólogos denominan “campaña electoral permanente”.[2]

Votar nulo también es votar. Pocos hablan de esto. La media de votos nulos en las tres últimas elecciones europeas fue de 140.000, una cifra nada despreciable. El voto nulo es un voto ‘defectuoso’, pero nadie ―mejor dicho, casi nadie sabe en qué proporción lo es por error o por intención; cuesta creer que tantos miles de personas puedan errar en un procedimiento aparentemente tan sencillo, y si así fuera habría que preguntarse por qué casi el uno por ciento de los votantes lo hacen mal. Por el contrario, puede entenderse que aquellos que son voluntariamente nulos (escribir, por ejemplo, la palabra ‘corruptos’ en la papeleta) reflejan inconformidad, incluso desprecio por el sistema.
El voto nulo no cuenta para el cómputo electoral pero sí para el del número de participantes en el proceso. Su único valor es el resultado de restar a la abstención. Es como un invitado invisible: se sabe que está pero no se le puede conocer. Al no ser válido no favorece la bipolaridad parlamentaria, como ocurre con el voto en blanco, pero cuenta para los señores del sistema; éstos tienen la cínica osadía de lamentar el voto nulo como producto del desconocimiento, la incultura o la discapacidad. Prefieren llamar imbéciles a los 140.000 votantes nulos, a plantearse que muchos de ellos lo hagan por desacuerdo y malestar.

El sistema es como un restaurante malo. Los votantes son esos clientes fijos que van a cenar cada cierto tiempo. No siempre eligen el mismo plato, cambian sus preferencias cuando no comen bien o les resulta caro; siguen entrando porque no hay otro y porque no contemplan una alternativa mejor. Son comprensivos y tolerantes: del pescado podrido dicen que tiene un sabor ‘algo fuerte’. “El próximo día pediremos carne”.
Los abstencionistas son aquellos a los que no les gusta el restaurante o no les apetece ir. Muchos ya lo conocen, la mayoría, y no están dispuestos a pagar por la bazofia que se les sirve. Simplemente no entran. Cenan en casa. “Comeremos ahí cuando no timen a sus clientes”.
De vez en cuando llega un señor con traje blanco de lino, se sienta y no pide nada. Protesta educadamente y deja constancia de su desagrado. “No me gusta ningún plato”. Paga el cubierto y se marcha. Es como votar en blanco.
Raramente llega algún despistado por error, o un cabreado con razón. Entran pero no se sientan; el primero se va de inmediato y el otro se queda dos minutos, el tiempo justo para dar cuatro gritos y molestar al encargado. Éstos son los votos nulos.

“No todos los políticos son malos”. Este es un argumento irrebatible. Lo esgrimen los propios agentes políticos, los militantes, los allegados de algún cargo electo y la gente de buena fe. Pero no es solo un problema de maldad, ni siquiera ésta es el principal. Tampoco es mera cuestión de incompetencia: asumir esta tesis como única, significa justificar sus desmanes; ni son tan torpes ni es tan difícil hacer política. Hay profesiones mil veces más complicadas. En realidad es un problema de sumisión y de interés.
Efectivamente, cualquier generalización es injusta, es fuente de estereotipos y es gratuitamente estigmatizadora. Pero ¿cuántos políticos obran en conciencia cuando, sabiendo lo que saben, leyendo lo que leen, escuchando lo que escuchan o viendo lo que ven, actúan a tiempo en contra de la disciplina de partido y a favor del auténtico interés general? ¿Cuántos de ellos denuncian a tiempo las redes de intereses que conocen perfectamente? Muy pocos, y en España menos. Son sumisos voluntarios pegados como una lapa a un cargo, un sillón o un escaño. Probablemente no son tantos los que roban directamente; el problema son los que callan o silban distraídamente girando el cuello hacia otro lado. Y cuando alguien levanta la liebre, ninguno sabe nada y mienten hasta la náusea; el que puede salta de un cargo a otro buscando el aforamiento como el que busca las casillas seguras del parchís. Ésta es otra: según Europa Press,[3] en España hay dos mil políticos aforados, desde el presidente del Gobierno hasta el último de los parlamentarios de cualquier comunidad autónoma, pasando por instituciones como el Tribunal de Cuentas. No pueden ser juzgados por los mismos tribunales que el resto de ciudadanos. Elaboran leyes, las debaten y las sancionan en el nombre de los que los votan, no en el de la mayoría ciudadana, como matemáticamente ha quedado demostrado; y con algunas de ellas se cubren las espaldas en caso de tribulación.




¿Saben qué votan los que votan? Saben lo que les prometen y poco más. Unos acuden a los colegios electorales a apoyar un color, como el que va a animar a su equipo en un partido de fútbol; son seguidores ‘de toda la vida’, de izquierdas o de derechas: “Este partido lo vamos a ganar”.
Otros, menos competitivos, otean la situación, analizan las apuestas y se deciden por el galgo que creen más rápido. Aquí entran en juego los sondeos electorales: la publicación de los resultados de las encuestas como hechos noticiosos de primera magnitud es otro gran instrumento propagandístico cuyo objeto es dirigir la atención de la sociedad hacia ciertos temas y enmarcar el debate político; es lo que algunos teóricos denominan “sondeocracia”.[4]
Pero también se vota por despecho: son los que se sienten estafados y cambian sus preferencias de unos comicios a otros; no faltan a una sola cita electoral; muchos de ellos esperan castigar de esta forma a los últimos traidores. Aún se creen protagonistas decisivos. Una honorable tozudez democrática que les impide ver su propia perspectiva: así llevan décadas. Son los que no soportaron la OTAN de Felipe González ni la corrupción de su último mandato: y ganó Aznar. Ocho años después, odiaron la guerra de Irak y las mentiras del 11-M: votaron a Zapatero en 2004 y castigaron al PSOE en 2011 por no avisar del tsunami, plegarse al poder económico y abrir las puertas a los recortes sociales con una reforma constitucional hecha a hurtadillas que estableció un ‘techo de deuda pública’; y así triunfó el PP de Rajoy, con mayoría absoluta de diputados y senadores. Resultado: de entrada el descarado incumplimiento de importantes promesas electorales, mentiras admitidas y justificadas por ellos mismos. Más pobreza, más dinero para los bancos, más paro, peores condiciones laborales, amnistía fiscal para los grandes defraudadores, millones de euros para ‘indemnizar’ el despido de especuladores, amparo de estafadores, corrupción institucionalizada, financiación ilegal de partidos y sindicatos… y todo lo que aún ni se conoce ni es probable que se sepa. ¿Qué votarán ahora los despechados? ¿Otro viraje a la izquierda?

El caso de la izquierda española de los últimos veinte años es más sangrante, si cabe, que el declarado pragmatismo ultraliberal de la derecha. ¿Por qué? Porque ha engañado aún más, que ya es decir; y lo que es mucho peor: ha traicionado a un electorado comprometido ideológicamente y, en muchos casos, emocionalmente. “Ni una mala palabra, ni una buena acción”, que diría José María García. Los políticos españoles que se autoproclaman progresistas y de izquierdas se colocan el mono de trabajador para sus apariciones públicas; debajo, en realidad, lo que llevan puestos son trajes caros y vestidos de diseño. Después cuelgan el mono azul en sus despachos y toman decisiones con las mismas lógicas que los conservadores. Las del mercado. De vez en cuando, un gesto para la galería, que no es cuestión de perder votos.
La Transición española tiene mil aristas, dicho esto en presente porque no parece haber concluido. Es un proceso que acumula muchos y diferentes fenómenos sociales, culturales, económicos y políticos; es como un río de lava que no termina de detenerse y solidificar definitivamente. Tras la reanudación democrática en la segunda mitad de los años 70, los partidos de izquierdas comenzaron a desmarcarse lenta y sutilmente de los discursos, símbolos y señas de identidad que los había caracterizado antes del golpe militar de 1936 y durante el exilio. Cada vez menos color rojo, menos puños en alto y menos conocedores de la letra de La Internacional. Pero lo más importante: cada vez más alejados del compromiso social, más ocupados en acaparar escaños y poder en todos los niveles de la administración pública, y cada vez más mimetizados con el entorno neoliberal, hasta el punto de confundirse camaleónicamente con él. Tecnócratas y oportunistas, capitularon definitivamente ante el asedio de las poderosas huestes del capital global. Solo conservan el mono azul y la chaqueta de pana para las grandes ocasiones.

El ejemplo de Andalucía, en la que gobierna ‘la izquierda’ desde hace 32 años, es revelador. Dicen que este pueblo, antaño olvidado, ha experimentado un desarrollo nunca visto, gracias a ellos. ¿Desarrollo? ¿Por las carreteras? ¿Las escuelas? ¿Los hospitales? ¿El Parque Tecnológico de Málaga? ¿La Exposición Universal de Sevilla? Como decía Pier Paolo Pasolini, es imperdonable confundir ‘desarrollo’ con ‘progreso’. Una sociedad que progresa es aquella que avanza con una educación de calidad; no basta con que sea universal y gratuita, tiene que ser buena de verdad. Las tasas de abandono escolar en Andalucía siguen siendo escandalosas. Los jóvenes que llegan a la universidad no han leído un artículo científico en su vida; es más, muchos no han leído nada. Los profesores pueden dar fe de esta afirmación.
La gestión socialista en la Junta ya era de corte neoliberal incluso mucho antes de que Manuel Chaves le concediera a la Duquesa de Alba la medalla de hija predilecta de Andalucía en el año 2006. Una de sus consejeras, María Jesús Montero, fue responsable de feroces recortes sanitarios, sobre todo en personal, en los nueve años que estuvo al frente de Salud y Bienestar Social desde que en 2004 llegara al cargo. Aún hoy, muchos de aquellos médicos y enfermeros siguen sufriendo contratos precarios o están en la bolsa del paro. Susana Díaz, actual Presidenta de la Junta, la ha puesto al frente de la Consejería de Hacienda y Administración Pública. Todo un premio. Montero: salud y dinero.
Según El País, Andalucía es la región europea con mayor tasa de paro[5]. Esta comunidad se ha desarrollado por la inercia de los tiempos, pero no ha progresado. El bastión del socialismo español se tambaleó en 2012 cuando el PP ganó las elecciones autonómicas. La mayoría de los electores votó a la derecha pero el Gobierno resultante fue más de ‘izquierdas’ que nunca. Izquierda Unida pactó con el PSOE para conseguir la vicepresidencia de Valderas y un par de consejerías. Si en 2009 los diputados de IU votaron junto al PP en contra de la investidura de Griñán, tres años después lo hicieron Presidente. Toda una lección de coherencia ideológica. Poco después, mientras el diputado Sánchez Gordillo gamberreaba en los supermercados, Griñán preparaba su aforada salida hacia el Senado, acorralado por la justicia ante su presunta participación en una red de corrupción institucional. ¿Qué ha hecho en todo este tiempo IU? Agarrarse a los escaños conseguidos y cuatro gestos para conseguir otros tantos titulares periodísticos. Los de IU están tan rendidos a la banca como la Presidenta Díaz, que no tiene ningún pudor en fotografiarse, satisfecha por los acuerdos alcanzados, con Botín y González, presidentes del Banco de Santander y del BBVA, respectivamente. Lo que no se ha explicado es a cambio de qué ―ni de cuánto― le van a prestar dinero estos dos grandes tiburones.



Emilio Botín besa la mano de Susana Díaz.                                                                                                         ANDALUCES.ES

¿Y qué han dicho Valderas y Sánchez Gordillo de esto? ¿Qué opinarán de la foto de toda una Presidenta de Andalucía con los legionarios, ante el Santísimo Cristo de la Buena Muerte y Ánimas, en la Semana Santa de Málaga? ¿No estamos en un estado laico? Igual busca el voto de los penitentes, vaya usted a saber. A estas horas podría estar pensando en visitar la Feria de Abril y departir con los señoritos de pelo engominado y caracolillos cogoteros.



Susana Díaz en la Semana Santa de Málaga.                                                                                  EFE

Como se puede deducir fácilmente, la herencia ideológica de la izquierda española ha quedado reducida a la propaganda y al populismo barato. Si son dignos de su confianza, vótenlos.

¿Saben los votantes a quiénes votan? Normalmente conocen los nombres de los cabezas de lista de los partidos mayoritarios, y de ellos saben lo que los medios, particularmente la televisión, les ofrecen. En este punto es conveniente recordar que los partidos políticos cuentan con poderosos departamentos de comunicación y relaciones públicas; éstos elaboran información, tanto escrita como audiovisual, y la envían a los medios, ya empaquetada y de forma gratuita. A cualquier cadena de televisión puede interesarle hacer uso de ella, ahorrándose los gastos de una cobertura propia. Si, además, coinciden las líneas ideológicas y los intereses políticos ―que suelen coincidir―, miel sobre hojuelas.
El resultado, en cualquier caso, es que el futuro votador solo recibe la imagen y el mensaje que los aspirantes quieren que reciba; lee, oye y ve lo que ellos deciden qué es lo que tiene que ver, oír o leer. Y cómo tiene que hacerlo. Para las próximas elecciones europeas, cada partido presentará una lista de 54 candidatos. La ciudadanía tendrá información enlatada de uno, dos o tres, como mucho. Parco bagaje democrático.
Para comprar una lavadora, un ordenador portátil, un seguro de vida, una camisa o un kilo de carne, la gente indaga, pregunta, prueba o compara diferentes opciones antes de tomar una decisión. Muchas personas podrán estar más o menos influenciadas o persuadidas por la intoxicación publicitaria, pero finalmente eligen un producto en base a una ponderación previa. Invierten tiempo, esfuerzo y dinero porque esperan una compensación, aunque siempre podrán equivocarse, qué duda cabe. Sin embargo ¿quién conoce al último candidato de una lista electoral? ¿Quién conoce su formación, su currículo profesional o su trayectoria política?
Y aún peor: los elegidos para una institución, sea el Congreso, un ayuntamiento, un parlamento autonómico o el europeo, ni siquiera son los que diseñan las líneas maestras de sus políticas sociales, laborales y económicas. Las votan y las sancionan, sí, pero los verdaderos ideólogos están en la sombra. Nadie los conoce. Tan alejados están del ciudadano que necesitan brazos ejecutores que traduzcan la pesada letra de las leyes y los decretos al lenguaje de la vida de las personas: el lenguaje de sus derechos, sus bolsillos, sus contratos, sus nóminas, su salud, su seguridad, su dignidad, sus hijos, sus padres o sus abuelos. A estos ‘brazos ejecutores’ se les conoce aún menos y no van en ninguna lista electoral: son los delegados, secretarios, subsecretarios, gerentes, subgerentes, directores, subdirectores, asesores, coordinadores… Todos son cargos ‘de confianza’ elegidos a puro dedo. Y éstos son los que más joden al personal, porque aplican las normas con un valor añadido: el de sus propios intereses, que no son otros que rendir buenas cuentas, conservar el cargo y coleccionar medallas a costa de gente que no los ha votado para nada. Trepar, trepar y trepar. A la chita callando.
Definitivamente, introducir la papeleta en una urna no es muy diferente a comprar un décimo de lotería. Lo más probable es que no toque. El déficit democrático es tan abismal que el pueblo soberano nunca llega a conocer a los que gobiernan su día a día. La transparencia no existe ni podrá existir mientras se alimente este sistema de castas.

Los primeros sondeos ya predicen un alto nivel de abstención en las elecciones europeas del próximo 25 de mayo. Los políticos están asustados, aunque quieran disimularlo. Van a chantajear al pueblo, no lo duden. Van a decirle que ahora, más que nunca, hay que votar. Siempre necesitan los votos ‘más que nunca’. Es el mensaje del miedo: “Si no votáis aún será peor; por vuestra culpa, por vuestra gran culpa”.
En base a todo lo expuesto, se podría ir concluyendo que el comportamiento de los próceres de la patria, ahora abanderados del europeismo, ha llevado a la sociedad española a la pobreza económica y a la indigencia intelectual. Un rico país nadando en la miseria. Tierra de genios convertida en erial cultural. ¿Por qué se habría de mantener este sistema?
Para todos aquellos que entiendan que su voto únicamente contribuirá a mantener el estatus de una élite política empecinada en medrar, la abstención es la única opción digna. No está en juego la riqueza, que anda perdida; lo que está en juego es la inteligencia, el orgullo y la memoria. En éstas, y en las próximas elecciones que vengan, se dirime el concepto mismo de la democracia, el del poder ciudadano, excluido sistemáticamente de las grandes decisiones: las que toman en su nombre sin contar con él. Que sigan haciendo y deshaciendo a su antojo. Pero que lo hagan en propia representación, sin testaferros.

La abstención siempre fue un derecho. Hoy es una obligación, un acto de responsabilidad. Es la única forma de comenzar a desmontar un sistema que oprime a todos, excepto a los que tanto interés tienen en salir electos. Es la única vía que tiene la ciudadanía para no ser cómplice de que en los tres primeros meses de 2014 Repsol haya ganado más de ochocientos millones, el BBVA más de seiscientos o el Santander más de mil; no por que los hayan ganado, sino porque lo han hecho a costa de mucho sudor, demasiadas lágrimas y alguna gota de sangre. Si el pueblo quiere ser aliado de su propia miseria que vote pues. Que tire del carro ―como hizo hace dos siglos con el sátrapa Fernando VII― y que vuelva a exclamar “¡Vivan las caenas!”. Si quiere dar una verdadera lección de madurez, personalidad y seriedad ante la comunidad internacional, que se abstenga masivamente. Que todos sepan de una vez que los españoles no son un rebaño de cabras que dejan un reguero de cagarrutas a su paso.

Frente a las aplastantes minorías: abstención masiva.







[2]SALMON, C., Storytelling, la máquina de fabricar historias y formatear las mentes. 4ª  ed. Barcelona: Ediciones Península, 2011.

[4] IGARTUA, J. J., HUMANES, M. L., Teoría e investigación en comunicación social. Madrid: Síntesis, 2010.