domingo, 8 de diciembre de 2013

Crónica de una indigestión


Bufé de carnaval


Héctor Muñoz. MÁLAGA

La calidad de la comida que se ofrece a los trabajadores del Hospital Regional de Málaga a través de una empresa privada contratada, viene siendo muy cuestionada por los mismos, en cuanto a materias primas, elaboración y equilibrio nutricional.


Solo los largos dientes del tenedor, clavados sobre la negrura de los refritos trozos de cerdo, pueden distinguir éstos de otros más blandos, igual de oscuros pero gachos, que se entremezclan sobre el blanco de un pequeño plato. Dos materias dispares, desiguales, pero tan contagiadas entre sí de color y sabor bajo el mismo aceite hirviente, que en la boca solo se alcanza la certeza de la pétrea textura porcina.

A la hora de la cena el comedor de la empresa es una larga sala, umbría y tristona; la penumbra de una iluminación de crisis se acrecienta con el reflejo verderón de su fachada acristalada. En las mesas, algunos empleados charlan en voz baja porque el cansancio no da para mayores energías. El menú es un tema obligado, por malo, pero también comentan su día de trabajo como si por momentos se olvidaran de las doce horas que quedarán tras los postres. Una exasperante monotonía acaso rota por los clientes de paisano que ocupan, entremezcladas con las de los laboratores, otras mesas del recinto.

Son las diez de la noche. En la entrada, un aviso de plástico amarillo previene del piso mojado, porque una de las camareras está fregando las zonas que se van quedando vacías, pasando el mocho a escasos metros de los pies de los aún comensales. Toda una indirecta. Las bandejas apiladas en columnas se ocultan unas a otras la vergüenza de una limpieza poco cariñosa. Solamente se delatan las primeras.

El recorrido por la barra, flanqueada por una barandilla metálica que separa y añade un toque marcial a la cola, es un viaje tan corto como desolador. Los sobrantes del almuerzo, algunos sin disimulo de ningún tipo, producen un déjà vu gastronómico; otros, travestidos con cuatro guisantes y pequeñas lonchas de panceta, provocan una sonrisa resignada: es el mismo arroz ‘al curry’ del almuerzo. Querer disfrazar esas aromáticas especias orientales con productos añadidos ―excedentes también― es como vestir a un mongol de torero: imposible no percatarse. El periplo continúa hasta la caja en la que el capataz parece querer recordar que el rancho es gratis con la tarjeta que graciosamente proporciona a los que tienen que estar allí 24 horas seguidas de su vida. Un dato: un empleado de origen asiático come de casi todo, excepto el arroz.

Pero hasta ese momento, el periplo se parece a una partida de Super Mario Bros; los obstáculos se suceden: macarrones con el suficiente orégano para dos o tres bodas italianas, filetes de cerdo resistentes al filo del cuchillo, cubiertos por un generoso manto de cebolla coloreada de naranja en un guiño a la vanguardia y al diseño gastronómico que tantos días de  gloria está dando a la cocina española en el mundo entero.

Y a seguir trabajando. Antes, la curiosidad vence a más de uno y alguien pregunta al camarero: “¿Qué son los trozos oscuros que acompañan a la carne refrita?”. Tras diferentes teorías, concluyen en que son las patatas de la guarnición.


Una empresa privada o un organismo público pueden tener o no la obligación de proporcionar la comida a los trabajadores que deben estar un día entero trabajando. Pero a lo que sí están obligados es a respetar la dignidad y la salud de los mismos. Y hay quien se pregunta si lo que dan pasaría un test de mínimos. Igual algún día los sindicatos solicitan una inspección por sorpresa. O a lo mejor un particular se presenta con un notario y recoge muestras. Porque el libro de reclamaciones no es operativo; no lo fue, al menos, para uno que se comió un trozo de cristal infiltrado en la comida que le sirvieron.

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