TANTO
PARA NADA
Héctor Muñoz. MÁLAGA
El
aire fresco roza la cara sin afeitar, con pelusa de dos o tres días, del joven Roque
Ferrante; un airecito que lo acaricia, como una amante perfecta, bajo el
solecito de una mañana de primeros de diciembre en la Acera de La Marina. Una mañana de domingo
preñada de banderas, de color y de ilusiones. Aún evoca esa sensación, fiel a
su piel después de más de 35 años, desde aquel cuatro de diciembre de 1977, en el
que la cálida brisa otoñal de Málaga y los vientos de libertad que zumbaban por
toda España, regalaron valor y emociones a aquella muchedumbre malacitana que
se había tirado a la calle para reclamar el mismo trato concedido a otros
pueblos de España en el llamado «Estado de las Autonomías».
Hoy es el Día de Andalucía. 2013, año de la crisis.
Roque lee en su periódico los homenajes que los políticos dedican, como parte
de sus obligaciones protocolarias, propagandísticas, a sublimar aquella
conquista democrática del pueblo andaluz; eso sí, gracias a ellos, por supuesto,
a pesar de que muchos ni estaban. Dan su discursito ―a lo allons enfants de la Patrie ―, clavan unas cuantas medallas
meritorias, y nombran un par de «hijas o hijos predilectos» que no suelen ser
madres mileuristas, padres parados o esclavos pluriempleados con contratos de
mierda: el perfil es diferente, más glamuroso. O están muertos. Como Manuel
José García Caparrós, abatido por una bala represiva entre la Alameda Colón y la calle
Alemania.
Roque sí estaba allí
aquel día. Recuerda muy bien las caras desencajadas de los que huían y
gritaban: «¡Que están pegando tiros!» La luz de la ciudad se había convertido
en una atmósfera gris. La indignación no necesitó de redes sociales para
contagiarse de forma pandémica, y como una ola de coraje arrasó, literalmente,
las calles y todo lo que se puso a tiro. La noche fue tensa y ruidosa. Se oían gritos,
consignas, lamentos e impactos de botes de humo perdidos, que caían silbando, caprichosamente,
como granizo de Satanás. Ni Roque ni sus colegas de facultad, reunidos en casa
de uno de ellos para preparar los exámenes, daban palo al agua: se quedaban en
el balcón, mirando, como bobos, el negro humo que manaba de aquellas latas. La
excusa era perfecta para no estudiar: la ansiada revolución estaba en curso.
También andaba Roque por
el cementerio de San Miguel al día siguiente. Una carga policial le obligó ―como a
otros muchos― a refugiarse en
el camposanto, buscando como loco un nicho vacío, en la convicción de que era
mejor ocuparlo vivo que muerto. Lo mismo debió pensar un político progre de
pelo largo, que corría como un etíope, el muy jodido. Igual buscaba un panteón,
más acorde con el rango. Los momentos críticos llegaron cuando la manifestación
se iba derecha al acuartelamiento de los grises en la Alameda Colón. Del
tirón. Ferrante iba tan hipnotizado como la masa, que de forma casi automática,
como programada por una íntima convicción, perdió el miedo, y con él, la
prudencia. Les dieron lo suyo pero a base de bien; las bolas de goma, de goma
muy dura, siseaban como fuegos artificiales, y las porras blandidas cortaban el
frío, con cierto ritmo de tambor, apaleando sin descanso. ¡Toma, toma y toma! Algo
más de dos años después, el 28 de febrero de 1980, aquel universitario
veinteañero votaba gustoso en el
referéndum, para ganar lo que podría haberse conseguido sin sangre. Pero ¿qué
se consiguió?
Hoy, 33 años después,
Roque tendrá que leer los logros de los políticos que desde entonces han
gobernado Andalucía y la han convertido en una red de comisarios de partido que
dirigen las instituciones, de forma opaca y sectaria. Porque en este día,
todos, los que mandan y los que quieren hacerlo, se ponen de acuerdo para los
actos oficiales. Tendrá que soportar sus poses chinescas, sus magistrales
lecciones de democracia y convivencia ―a él
y a tantos que no las necesitan―, la desvergonzada escenificación de su
inquebrantable vocación de servidores públicos con intachable virtud, y toda
esa pompa que repiten con jactancia todos los años, a cambio de un día de
fiesta. Piensa, como muchos, que lo que hay hoy no es lo que los andaluces
soñaron ayer, ni por lo que Málaga se sublevó y sangró. Andalucía quería otra
cosa, pero la engañaron, y lo siguen haciendo. La corrupción no solo consiste
en las tropelías de cuarenta ladrones, con sus falsos ERE o los sobres en
negro; la corrupción se ha instalado en todos los despachos, se ha fundido con
las decisiones más cotidianas, las que toman los elegidos como cargos «de
confianza» (¿hay algo más mafioso?), los más dóciles, en aras del interés por
mantenerse en el sillón durante cuatro años y no perderlo en las siguientes
elecciones. Imponen exactamente el mismo sistema que mató a García Caparrós, pero
sin uniformes grises ni balas criminales (por el momento); lo hacen sin ruido,
con decretos y reglamentos, pausadamente, disfrazados de demócratas
carnavalescos y escondidos tras una estructura burocrática diseñada para
obstruir al ciudadano, para que éste no consiga conocer el caldo que cuecen ni
a los que lo remueven al lento fuego de esta gran crisis social provocada por
sus propias ambiciones.
Con el vértigo de la náusea alojada en el estómago,
Ferrante, testigo de aquellos días y de los presentes, aprieta los puños y
cierra los ojos. Sabe que el sueño aún está por ser una realidad, pero ignora
cuál será el precio a pagar para verlo cumplido.