viernes, 21 de diciembre de 2012

UN MARCAPASOS ERRANTE




UN MARCAPASOS ERRANTE

Héctor Muñoz. MÁLAGA


La Literatura, en general, se ha valido en muchas ocasiones del enfermar y de los médicos, para inspirar obras inmortales. Al contrario, la Medicina siempre hizo gala de su propio código y, salvo excepciones, no fue muy dada a concesiones literarias.

Esta es la historia del señor Pérez, un venerable anciano imposibilitado para decidir por su incapacidad cognitiva, que, como otros muchos en esa misma tesitura, termina en urgencias por un dolor en las piernas, en la cabeza o en donde otros decidan que albergan sus quejas. Al fin y al cabo, da igual: su pulso no pasa de 35 latidos por minuto. Mala suerte, señor Pérez. La ciencia acaba de descubrir que sus dolores son fruto de su lento palpitar. Se pone en marcha la maquinaria asistencial. El abuelo observa, impertérrito, cómo le pinchan y lo siembran de cables. El especialista dice que necesita un marcapasos; el sentido común dice que así lleva ni se sabe cuánto tiempo y que de poco servirá. La hija dice que a su padre se le coloca el marcapasos, sí o sí, que para eso ha cotizado tantos años. El que se lo tiene que poner dice que vale, que se hará cuando se pueda. Pero hoy no. Mañana. El de la UVI está agobiado, sin camas libres. El señor Pérez se queda ingresado en observación. Los de urgencias también están agobiados. Todo es un puro agobio.

Y de pronto, la pregunta que todos esperan: «¿Este enfermo come?»

El tema no es baladí, porque comer es una necesidad vital. De hecho, al señor Pérez se le van los ojos detrás de las bandejas con comida preenvasada que exhiben ante sus ojos. «De momento no come», dice uno, «que le van a poner un marcapasos».

Y como en el bolero, pasan las horas y llega la cena.
― ¿Este enfermo come?
― Que coma, pero después estará en ayunas hasta mañana, que le van a poner un marcapasos.

Al señor Pérez, se le ilumina la cara. ¡Cómo jala el señor Pérez! Con fruición, devora lo que le dan; sus hijas lo flipan: «¡Qué mejoraíto está!» Y eso que sigue a 35 latidos, a piñón fijo. Parece intuir que la orden es dejarlo en ayunas, porque… mañana le van a poner un marcapasos.

El señor Pérez es buena gente. Incluso en personas con problemas cognitivos, se nota la buena gente. Ni un ruido da la criatura en toda una larga noche. Con el alba y el nuevo turno se oye de nuevo lo de si come o no come, y lo de que le van a poner un marcapasos: no hay desayuno. Las nueve, las diez, las once, la hora de la visita... Hoy no, mañana. ¡Albricias! El paciente come, y ¡cómo come!

A las cinco de la tarde, como en las corridas de toros, aparece alguien diciendo que le van a poner el dichoso aparatito. Increíble. Ahora el problema es que ha comido. «No pasa nada, es con anestesia local», manifiesta el técnico. Toma del frasco, Carrasco. Inmediatamente se pone en marcha el operativo de avisar a los familiares para que acudan a firmar el consentimiento informado, cosa que hacen, felices como perdices, aunque no entienden bien la política «dietética»: se les explica que, a veces, las tripas trabajan a una gran velocidad, para contradecir al corazón, como parece ser el caso. Dan las seis, las siete, ya noche cerrada. Contraorden: hoy no hay marcapasos. Mañana. ¿Por qué? No se sabe (algunos sí lo saben).

La cena del señor Pérez resulta espectacular. A alguien se le ocurre, incluso, darle un polvorón, por los desayunos perdidos, pero a otros les parece riesgoso.  Por la mañana tampoco va a desayunar.

Porque le van a colocar un marcapasos. El mítico Marcapasos Errante.

Moraleja. En muchas ocasiones, el sistema fracasa estrepitosamente, como es el caso. Lo peor es que, además, se ofrece una imagen grotesca, fragmentada, se transmite una sensación de descontrol, porque los que dan la cara, lo hacen de oídas, meros transmisores de decisiones que son difíciles de explicar sin conocer ni decir la verdad. Ésta solo tiene una versión. A partir de ahora deben ser los responsables, los encargados de todo ello. Cuando éstos tengan que dar la jeta, se acabará el problema.

sábado, 15 de diciembre de 2012

Crónica de pasillo



Una tarde en el descansillo

Héctor Muñoz. MÁLAGA

Con un mínimo interés y un poco de tiempo, no es necesario recurrir al cine para vivir pasajes de la vida cotidiana que nada tienen que envidiar a la ficción cinematográfica. En el supermercado, en la barbería, en la cola de una ventanilla o en una sala de espera. En cualquier lugar y en cualquier momento hay situaciones reales capaces de competir con el mejor guionista cinematográfico.

A los devotos de los hermanos Marx no les sorprenderán los títulos de algunas de sus películas como Una noche en la ópera, Un día en las carreras, Una tarde en el circo, o Una noche en Casablanca. Son títulos de ficción enmarcados con un toque temporal, que refuerza la sensación del espectador de que hay cosas que únicamente ocurren en la imaginación del autor y solo durante unas horas, como si de un sueño, o una pesadilla, se tratase. Son películas de locura, descontrol, absurdos personajes, gritos, risas, carreras, esperpento a fin de cuentas y… ¡más madera! Un Groucho totalmente loco, ácido, acatísico, con su permanente puro bajo el negro bigotón, acompañado de sus dos escuderos, Chico y el mudo Harpo —tan listos y tocapelotas como el otro— protagonizan comedias tan críticas, mordaces e irónicas, como ellos mismos. Estas joyas del celuloide son botones de muestra de la capacidad creativa de los seres humanos (que es mucha pero no de todos); poseen la virtud suprema, oscura y clarividente a un tiempo, de mostrar sin reparos, a cara de perro, la recurrente ridiculez de la sociedad de ayer y de la de hoy, que son la misma. Escenas que caricaturizan muchas costumbres sociales, algunas arraigadas en su propio origen étnico, casi genéticas, ancestrales y primitivas; otras importadas e incorporadas al imaginario colectivo de la comunidad, y muchas inducidas o favorecidas por la persuasión que ejerce el poder y el dinero (que son la misma cosa) a través de sus agentes y de sus canales propagandísticos.
        
         Roque Ferrante es un funcionario de los de toda la vida; un servidor público con inquietudes privadas, al que un simple resbalón, seguido de un giro contrario a las leyes de la cinética, le ha roto una pierna y lo ha convertido en un lisiado temporal. De la noche a la mañana se ha transformado en un patoso con muletas, un ser preocupado por una extremidad, por unos escalones, por los suelos pulidos y por cualquier distancia que supere los diez metros. Roque sufre en la ducha diaria y cuida de no trastabillarse, porque no sabe si es peor romperse de nuevo la mala o joderse también la buena; que cualquier cosa puede pasar en un estado de tanta inseguridad. Roque se siente vulnerable, casi indefenso. Siempre ha presumido de gozar con la lluvia, de contemplarla extasiado tras los cristales, de disfrutarla paseando por la ciudad. Ahora la mira con desasosiego. «¡Que no llueva mañana, por Dios, que tengo que ir al médico!», suplica mientras se imagina coordinando un paraguas y dos muletas… a la pata coja. Espectacularmente patético, circense.

Amanece despejado. Ha llegado el día. Mientras intenta enfundarse unos malditos calcetines negros, Ferrante piensa en el suspense que provoca ir al médico; podría olvidar su aniversario de boda o el santo de su madre, pero no la cita con el cofrade de Asclepio, el de la porra y la serpiente: «Vaya ocurrencia —discurre en silencio—, representar la Medicina con un palo como un demonio y una bicha de venenosa pinta. Esta gente es muy rara, para empezar. Lo demás vendrá rodado y que sea lo que Dios disponga».

         El Camino Español de los tercios de Flandes se le antoja a Roque un tranquilo rular frente a los más de veinte escalones que separan la corteza terrestre de la puerta principal del hospital. Al que diseñó el sistema no debieron explicarle bien lo que es un cojo, ni le comentaron que por estos establecimientos suelen pulular personas perjudicadas; no le advirtieron de que las muletas no llevan muelles impulsores, ni de que los carritos de ruedas no llevan tracción trasera.

         La cuestión es que Ferrante, triunfador sobre tales obstáculos, espera su turno para la revisión programada, sentado en uno de los desgastados sillones colocados en el descansillo de la cuarta planta del hospital, una zona de paso a la que llaman «sala de espera». Armado con paciencia de paciente —condición que asume plenamente a estas alturas—, un periódico del día y El Hereje de Delibes, ralentiza deliberadamente su reloj vital, dispuesto a sobrellevar dignamente el tiempo muerto de una tarde que se presume eterna. Roque goza de una posición estratégica: sentado frente a las escaleras y los ascensores, entre dos largas salas de habitaciones, a derecha e izquierda, sin perder de vista las santas muletas, que son sus nervios motores, sus mudos lazarillos; tiene ante sus pupilas el panorama completo de una representación social: las visitas a los enfermos de un hospital. Casi en estado de hipnosis, por el espectáculo que se le ofrece, le resulta imposible siquiera pasar del titular de portada.

Se supone que un hospital es un lugar destinado, en su último fin, al restablecimiento, la curación, el alivio y el descanso de personas enfermas, desgraciadas y auténticas protagonistas de esta historia, que bastante tienen ya con la que les ha caído. Y sin embargo, Roque tiene la sensación de que es al contrario: la visita a los encamados es un rito atávico de obligado cumplimiento, muy al uso en esta España nuestra, particularmente en la zona más meridional de la misma; rito considerado por los administradores del sistema, los responsables de gestionar el transcurrir de lo cotidiano, como una pieza básica –algún lumbreras la llamará «herramienta»– en el proceso terapéutico. De otra forma, no se entienden tantas horas permitidas, durante las cuales entra allí lo más grande, sin el mínimo control, ad libitum.

Riadas de conocidos y conocidas, agrupándose de dos en dos, de tres en tres, o de más en más, da lo mismo, saliendo de esos pobres ascensores, que si hablaran lo harían cantando por Antonio Molina Soy un pobre presidiario, ¡Ay! Málaga mía o Tengo una pena, pena.  Desorientados y aturdidos unos, buscando una figura con bata blanca o pijama verde a la que asaltar con sus dudas; displicentes y expertos otros, con la seguridad y el aplomo que da conocer el terreno, hacen de guías para las nuevas visitas, como si mostraran su casa o cualquier itinerario turístico. Todo está impregnado de un tufo folklórico, que nada tiene que ver con las dolencias; en un ambiente adornado de risas, carcajadas y voces —«¡niñaa que no es por ahí!», se ahogan los llantos silenciosos, como el de una mujer que se queja a sus primas —recién llegadas de La Línea en el autobús de Portillo—, de que su marido no viene hoy a ver a su hermana, porque está en el bar, jugando al dominó, privando y esperando la championlig (en realidad, el pájaro aún no ha cumplido visita en los veinte días que la cuñada lleva ingresada).



El lienzo lo completan el moderno del mp3 con los oídos obturados por Andy y por Lucas, desatendiendo las indicaciones de su madre, que le grita en vano para que gire 180 grados; la maciza con minifalda y leotardos verdes que distrae al personal masculino y proporciona tema para el escarnio al femenino; la enterada que sabe más de Medicina que el mismísimo Marañón, y que pregona a voces sus conocimientos y experiencias previas; y el corro de chicharras que, en una esquina, se alían y se calientan para criticar despiadadamente al médico de turno, ese holgazán desagradecido al que todos y todas costean el sustento de su familia. De fondo, expuesta en la pared de forma bien visible, la conocida carta de derechos, muchos, y deberes, pocos, del usuario. Y ese pobre anciano, encorvado, jadeante, claramente enfermo, más que muchos de los hospitalizados, con la mirada perdida y la parca en la frente, ayudado por sus cercanos, en riguroso cumplimiento del compromiso adquirido; ¿y quién le visita a él? Entra y sale a los 10 minutos, igual de encorvado, igual de jadeante, o más, con la satisfacción del deber cumplido en la cara de sus acompañantes, que no en la suya, resignada ya ante lo inevitable. Consternado, Roque piensa en ese pobre hombre y en el calvario que le están haciendo pasar. E instintivamente imagina la cara y los pensamientos del paciente visitado, al verlo: «… esta criatura es la que debería estar aquí… Vaya ánimos».

Y cómo no podía ser de otra forma, ajenos al entorno, como en otro plano existencial, dos operarios de mantenimiento, oportunos para variar, desarman una techumbre en pleno pasillo;  uno, encaramado a una escalera de aluminio, metiendo y sacando cables, comunicándose a gritos con el otro, como si estuvieran en la obra del metro. Un propio, un «visitador» de compromiso, harto de oír las mismas gilipolleces de siempre, a pie de cama, en una habitación abarrotada, y aficionado al bricolage, se entretiene en el lance, dando expertos consejos a los profesionales, del tipo de «dile a tus jefes que la próxima vez pongan tubos traqueados de peuvecé». Ahí queda eso.

Hasta aquí, puede decirse que, bueno… todo esto es previsible, consabido, rutinario, criticable, sí, pero real, pinturero y costumbrista. Ferrante, ensimismado, casi ha olvidado la dolencia cuando oye su nombre: de forma torpe y atropellada se levanta, toma las muletas y avanza hacia lo desconocido; la consulta es pequeña pero bien iluminada. El galeno, tras diversas maniobras exploratorias (diseñadas para doler), sentencia: «esto va muy bien». Roque está eufórico. Y en un arranque de solidaridad le comenta al médico la vorágine que acaba de presenciar, esperando del mismo, convencido, un arranque de ira por tener que sufrirla en sus propias carnes. Ingenuo error, Roque Ferrante: lejos de despotricar de la situación cotidiana, el facultativo confiesa que es un mal menor que hay que agradecer, porque, de no ser por «la visita», ¿quién daría de comer puntualmente a los impedidos? ¿Quién levantaría del catre a los ancianos? ¿Quién avisaría con tiempo, antes de que los demenciados se subieran por las paredes? ¿Quién evitaría que las uñas de algunos crecieran hasta hacer sombra?

   Y los fines de semana la cosa es mucho peor.
   Eso es imposible, doctor.
   No hay personal suficiente, amigo. Lo que tenemos no da para más.

El bueno de Roque imagina febrilmente trenes y autobuses especiales, fletados expresamente; hordas de cumplidores y cumplidoras acudiendo en peregrinación dominical al sagrado ritual; billones de bacterias hambrientas penetrando en el recinto y miles de decibelios molestando a los enfermos, ante la permisividad de los que mandan. Una visión inesperada de la cuestión que le sonroja por su propia candidez; un giro insospechado que le indigna por su mezquindad: en el fondo todo es un apaño tácito; ni escrito ni verbalizado. Es el dame pan y dime tonto: puedes campar a tus anchas, vale, pero no protestes. Y vótame.

Hay quien tiene lo que quiere, otros lo que pueden y muchos lo que se merecen.

sábado, 1 de diciembre de 2012

DESPOTISMO DESLUSTRADO





Despotismo deslustrado

Héctor Muñoz. MÁLAGA

Apoyo la actual huelga —a punto de una tregua, según las últimas noticias— de los médicos internos residentes (MIR, médicos generales que aspiran a un título de especialista), por considerarla una huelga justa y legítima.
Como consecuencia de la misma, y ante la imposibilidad de mantener unos mínimos asistenciales sin el concurso de aquellos, la Dirección del hospital Carlos Haya de Málaga, a través del jefe de servicio de CCU, Guillermo Quesada, ha estado obligando a la realización de guardias extraordinarias a los facultativos de plantilla, tanto fijos como eventuales, si bien estos últimos han sido, en líneas generales, los más perjudicados, por la precariedad laboral de la que ya parten.
Esta situación pone claramente de manifiesto la gran dependencia del sistema, del trabajo que realizan los MIR (60% del personal médico en una guardia de urgencias en día laborable, a partir de las 15 horas). También demuestra que las plantillas profesionales son insuficientes por sí mismas; de otra forma no se entiende que ante la huelga de los MIR aumenten —por decreto— los puestos asistenciales del staff.
Con la imposición de estas medidas, la administración sanitaria ha pretendido «asegurar el derecho a la salud de los ciudadanos»; con este viejo eslogan propagandístico van tirando, porque les permite —me temo que por tiempo limitado— mantener su manoseada historia de ardientes y desinteresados defensores de los desfavorecidos, frente a la perrería de esos ingratos asalariados, levantados en armas contra aquellos. Lo de siempre.
Pero también han pretendido reventar la huelga, minimizar sus efectos anulando el impacto social de la misma en la opinión pública, y ocultar la realidad a los ciudadanos. Como siempre. Me consta que se han hecho gestiones ante la Dirección, para procurar la contratación de médicos, al menos mientras se han dado circunstancias tan especiales; no ha sido finalmente así: han preferido pagar las guardias a los reclutados por la fuerza. De ello cabe deducir que los motivos económicos han sido tangenciales, solo una coartada: nuevos contratos significarían reconocer de facto todo lo expuesto en los puntos anteriores, y esto no está en su guión.
El viernes día 23 de noviembre de 2012, sobre las diez de la mañana, recibo personalmente una orden verbal de mi jefe, en la que me anuncia la obligación de hacer una guardia extra a partir de las tres de la tarde de ese mismo día. Le indico la conveniencia de constancia escrita, a lo que accede gustosamente; según su respuesta, se dispone a hablar con la dirección del hospital para procurarme el documento, aunque me adelanta: «con la orden verbal es suficiente y te la he dado ante testigos». Debo reconocer que en aquel momento mi predisposición no era la más favorable. Y debo decir también que la actitud de mi superior me pareció más cercana a un «flecha» de la OJE que a ese amigo que dice ser. Testigos los hay; pero son mudos al 75%.
Hay que reconocerle al jefe su rapidez en estos asuntos. La Policlínica puede esperar décadas, pero en tales cuitas, el capataz se mueve a la velocidad de la luz. En diez minutos me presenta el documento y me conmina a firmar el acuse de recibo, si quiero hacerlo, porque «no es obligatorio», me concede. Parece ser que sus labores le impiden «perder» demasiado tiempo con un tema «rutinario», tanto como el de atender enfermos, que es lo que uno suele hacer. O bien, el director anda reunido y no concede audiencias, o bien no quiere firmar la orden, o bien es un farol premeditado; el hecho es que el papelito que me presenta es una orden suya, personal y firmada; orden que guardo como oro en paño, porque algún día, reseca y amarillenta, podrá testificar el retroceso de cien años al que estamos abocados.
Las maneras y circunstancias en las que el mando me entrega dicha orden son peculiares, muy españolas, chusqueras y a lo cañí: lo hace en el despacho de trabajo, ignorando absolutamente a lo que me dedico en ese momento, ante compañeros, los mudos del 75%, que de no serlo, podrían confirmar la conducta prepotente, autoritaria e intempestiva en su proceder, tal y como me expresaron, boquiabiertos, nada más largarse el ilustre y absoluto prócer. Y conste que, no solo no les reprocho su postura, sino que yo, en su caso, haría exactamente lo mismo: callar. Como en los viejos tiempos.
 Uno, lego en estas cuestiones y desconfiado a la fuerza, se pregunta si ha de firmar el “recibí”. Y para un buen asesoramiento, decido llamar a quien creo que me puede ayudar, antes de rubricar nada. Ni siquiera unas mínimas normas de urbanidad impiden que mi jefe se quede a oír lo que hablo, extenderme repetidamente el papelito, molestándome e interrumpiendo mi conversación telefónica sin ningún pudor; el ejercicio del poder a veces resulta así de ordinario.
 Decido firmar con la coletilla “bajo coacción del remitente”, y mientras lo escribo oigo: «firma eso, que a continuación te meto una querella, ¡firma, firma!». Oigan: que me acojonó, joder. Nuevamente teléfono; me dicen que si tengo testigos, adelante. Pero si no, que me olvide. Y como no los tengo, la coletilla queda en «firmo en contra de mi voluntad», a lo que añado «por imperativo legal», siguiendo la recomendación del mismísimo impositor (que hasta de leyes conoce), lo que no deja de ser sospechoso, en el sentido de que lo que uno escriba —pataleando— en un recibí de esos, debe tener el mismo valor que la papelera a la que está condenado.
 Como siempre, mi trabajo se desarrolló sin contaminación por problemas laborales, con la colaboración de otros compañeros, incluidos los de la UCI —también reclutados a la fuerza—, a los que agradezco de corazón su buen hacer.
 Afortunada y casualmente han aparecido una serie de noticias en los diarios malagueños, poniendo este asunto sobre el tapete de la opinión pública, cosa que no había ocurrido anteriormente. Es interesante que participen aquellos agentes sociales comprometidos con la información, con el fin de generar un debate público en el que la ciudadanía de Málaga participe y se pronuncie. Esta es la sociedad de la información, la del conocimiento, dicen. No hay duda de que los MIR (EIR) han ganado una pequeña batalla, gracias a que son los tercios de la infantería sanitaria; imprescindibles, muchos, mal pagados, organizados y con buenos hierros: los de las redes sociales, que manejan divinamente porque para eso son nativos digitales.

Enhorabuena.