lunes, 17 de septiembre de 2012

Una de piojos




Ojo con los piojos

Héctor Muñoz. Málaga


Como este artículo puede ser leído por personas ajenas a la profesión médica, es conveniente aclarar conceptos antes de desarrollar el tema. ¿Qué es un MIR?  Literalmente significa médico interno residente: médico general que accede a través de un examen selectivo a una plaza para su formación como especialista en un hospital durante un periodo de tiempo, habitualmente cuatro o cinco años, tras el cual obtiene el título deseado, se supone que acreditando una serie de conocimientos, habilidades, actitudes y aptitudes. Su trabajo es remunerado mediante un contrato laboral con un sueldo más lo percibido por las guardias que realizan; si bien no es una cantidad desorbitada, sí es cierto que es más que digna para vivir desahogadamente, teniendo en cuenta que la inmensa mayoría son jóvenes recién salidos de la facultad sin grandes compromisos familiares, muchos de ellos aún al abrigo de sus padres, orgullosos y satisfechos de la carrera de sus polluelos. Y polluelas.
        
         Mucho ha cambiado este sistema -que ha dado y sigue dando excelentes profesionales- en los últimos años. Cambios que han ido de la mano de una serie de transformaciones sociales, familiares, políticas, profesionales y laborales, desde su implantación a finales de los 70. El perfil del MIR de hoy no es el de antaño, aquel médico feliz por abandonar -al menos temporalmente- la bolsa de trabajo y las oficinas de empleo, capaz de llegar al hospital a las ocho de la mañana para presentar, ante la mirada crítica de sus maestros, un raro caso clínico sacado del New England Journal of Medicine, encargado tres días antes, nada más y nada menos que por el mismísimo jefe del servicio en el que hacía su rotación docente, comerse las críticas pertinentes con humildad y propósito de enmienda, aguantar con nobleza alguna que otra impertinencia, pasar media planta más o menos tutorizado, informar a familiares y salir a las cuatro de la tarde o continuar de guardia en esa especialidad para terminar a la misma hora pero del día siguiente. O llegar a las nueve de la mañana en su turno de 24 horas de urgencias, machacarse generosamente sacrificando en no pocas ocasiones comidas y cabezadas, para caer muerto y contento en su cama, también a las cuatro de la tarde del día siguiente, si -con suerte- no le habían colocado un cursito vespertino de formación específica. Zombis ojerosos con fonendo al cuello, pijama y bata con los bolsillos exageradamente llenos de notas, chuletarios, martillo de reflejos y oftalmoscopio; ellas descuidadas de rímel, sombras de ojos, colorete y pintalabios; ellos, despeinados y barba de dos días. Todos ganándose el respeto de los médicos adjuntos por su interés, su trabajo y ansia de superación, disfrutando íntimamente de aquel caso resuelto y del sincero reconocimiento de un paciente agradecido, cuando no jodidos por un error o un descuido oportunamente corregidos por un staff atento al quite. De esta forma, se hacían profesionales solventes con un nombre respetado en el hospital por su excelente y permanente disposición a no bajar el listón ni un milímetro, y eran valorados por ello, no por su simpatía, habilidad para reír gracias, dar palmaditas en la espalda o besar culos agradecidos por no emplear una expresión mucho más soez.

         Los justos logros laborales, como librar en saliente de guardia, limitar el número de horas de trabajo y una serie de mejoras económicas, han contribuido de facto a equilibrar una situación mil veces denunciada, casi en silencio, de “mano de obra barata”. Y es cierto: la administración ha usado a los MIR en este sentido, y lo sigue haciendo; con ello ha pretendido compensar el gasto que supone la formación de estos médicos generales con el progresivo decremento en las partidas destinadas a la contratación de profesionales ya hechos en el mismo sistema. Y esto, al menos en Andalucía, ha dado lugar a una mayor presencia de médicos generales en formación, en primera línea de batalla asistencial, con una menguada tutorización por la escasez de supervisores, cada vez más prematuramente quemados y agobiados por la sobrecarga y la precariedad laboral. Decisiones como las de suprimir guardias de presencia física en determinadas especialidades para médicos adjuntos (mucho antes de la crisis actual) avalan lo expuesto. El resultado de todo ello es que un pipiolo o pipiola, con 14 meses de antigüedad, se presenta ante el paciente y su familia como cirujano o cirujana, cardiólogo o cardióloga, intensivista, nefrólogo o nefróloga, traumatólogo o traumatóloga, y así sucesivamente, con un bizantino halo dorado de sabiduría y santidad, para decidir cuestiones importantes no siempre resueltas con el talento necesario, o simplemente no resueltas.

         Por otro lado, y como la cuerda suele romperse por el trozo más débil, una serie de errores médicos propios de la inexperiencia provocaron en su día las correspondientes sentencias judiciales adversas (los de la toga no entienden de barcas) que motivaron la orden para que los MIR de primer año no puedan firmar por sí mismos un documento oficial como puede ser un alta. Sin ser una medida descabellada, no deja de llamar la atención que un médico recién salido de la facultad pueda ser responsable de la salud de los cientos de personas del pueblo más recóndito al que le ha tocado ir en calidad de sustituto, y otro teóricamente más preparado, con todo tipo de pruebas complementarias a su alcance y la posibilidad de consultar con cualquier especialista, sea incompetente para hacerse cargo de un simple resfriado. A los políticos y sus gestores designados a dedo no les interesa que la población sepa que, en un elevado porcentaje de casos, es atendida por generalistas aprendices que se hacen pasar -sin rubor y con cierto recochineo- por consagrados especialistas. Igual, con esta información, un residente no podría hacer nada hasta su titulación definitiva porque, puestos a elegir, los pacientes y sus familiares optarían por el de mayor experiencia.

         Social y familiarmente no debemos olvidar que en los últimos quince años asistimos a generaciones de jóvenes tipo “Jonatans, Ingrids, Ikers y Ainhoas”. Consentidos y educados de una manera peculiar, informados y desinformados con smartphones de última generación, portátil superchulo y sus redes sociales, han sabido desarrollar, hábilmente, un discurso amoral basado en la libertad del “todo vale”. Y los MIR no han sido ajenos a estas corrientes; bien es verdad que en este colectivo no parecen ser mayoría. De momento. Pero los que son, son. Medicina defensiva a ultranza, más miedo que vergüenza, interesados en aprender maniobras evasivas antes que dar la cara, pelotas y sumisos con quien les interesa, déspotas y rebeldes con quien no o con los que estiman que pueden serlo, vagos de puro vicio y pésimos médicos con muchas leyes presididas por la del mínimo esfuerzo. Nadie les ha enseñado que hay que respetar las canas, por encima de todo, aunque no tengan razón, como a tus padres. El problema es que éstos y éstas no respetan ni a los suyos.

         Bastante se quejó en su día el catedrático y académico, profesor Ciril Rozman, uno de los padres del sistema MIR, de que no hubiera un examen al final de la residencia. Fue sustituido por un sistema de tutores que capean el temporal como pueden, sin malas palabras ni buenos gestos. Y con cierto grado de interés, todo hay que decirlo. En los últimos meses se han producido en el hospital Carlos Haya de Málaga, según fuentes solventes, una serie de incidentes con ciertos médicos generales en formación, casi todos -casualmente- de una misma especialidad, harto desagradables y que han motivado alguna protesta más que justificada, incluso con constancia escrita. La reciente reproducción de los mismos, en grado superlativo, con una recién llegada, invita a pensar en un contagio “boca a boca” que puede resultar en pandemia. Y se corta de cuajo o termina enmierdando el ambiente, más de lo que ya lo está.

Si para algunos y algunas no hay lugar para el respeto, en los demás no debe caber la misericordia con ellos y ellas. Hay una serie de procedimientos administrativos -siempre por escrito- desde el jefe de servicio hasta la misma gerente si es necesario. Cualquier cosa antes de que los piojos pongan huevos. Cualquier cosa antes de que la mayoría de buenos médicos residentes tengan que pagar por cuatro gañanes. Y gañanas.

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