Réquiem por un inocente
Héctor Muñoz. Málaga
Una sombra menuda, casi inadvertida a ras del suelo y pegada
al tabique que separa los retretes de la entrada a la cafetería, se desliza
rápida y silenciosamente hasta el rincón que forma el quicio de la salida, en
el que se parapeta sin atreverse a ir más allá. El diminuto roedor de fina y
larga cola, tan gris como su pelaje, mira al gigante de verde que lo acaba de
descubrir, intentando adivinar sus intenciones al tiempo que su instinto
procesa matemáticamente las posibles vías de escape; se siente acorralado en un
ángulo de noventa grados sin posibilidad de retorno a la madriguera que nunca
debió abandonar un lunes a las ocho de la mañana en un hospital que comienza a
poblarse de seres humanos, sus peores enemigos.
El ratón o
rata pequeña -que no es lo mismo pero se parecen mucho- observa aterrado a esa
mole de poco más de metro y medio de altura con pijama de trabajo y zuecos de
plástico, que se acerca para poder verlo mejor. Con una mirada enternecedora, el
múrido, paralizado de terror y negros presagios, suplica clemencia y un juicio
justo: él solo intenta sobrevivir picoteando lo que puede en la despensa del
restaurante, royendo la mercancía que después sirven a sus clientes, jugándose
la vida a la que barrunta horas contadas. Sus dilatadas pupilas alegan en
desesperada defensa que las verdaderas ratas -las de dos piernas- habitan
impunemente instaladas en cómodos despachos con aire acondicionado, que la
Medicina es lo que es gracias a sus primos de color blanco, torturados en
siniestros laboratorios y sacrificados en aras de la Ciencia. Y que no le
vengan con la alarma social que un ratoncillo -o ratilla bebé- puede provocar
en un servicio sanitario público, como coartada para aplastarlo
inmisericordemente. Que para alarmarnos ya tenemos a políticos y a sus cadenas
de mandos designados digitalmente, auténticos parásitos depredadores, sectarios
y corruptos por naturaleza. Sin abogado defensor, termina su silencioso
discurso recordando la felicidad que un tatarabuelo suyo llamado Mickey llevó,
y aún lleva, a millones de niños en todo el mundo.
Pero ni por esas: “no debiste
cruzar el Mississippi, forastero”. El
chivato de verde vuelve sobre sus pasos y advierte al camarero en voz baja
-para evitar escándalos- de la presencia del pequeño intruso: “niño, en la
puerta hay un ratón (o una rata pequeña)”. Lejos de sorprenderse, al camareta
se le ilumina el careto: “¿Sigue por ahí? Ayer se nos coló debajo del mostrador
y no pudimos matarlo. ¿Dónde está?” Con desmesurado interés, abandona la
plancha con los bollos tostándose y sale para comprobarlo. “Míralo, el hío
puta, Pacoooooo -volviéndose a su compañero- ¡ya lo tenemos!”.
Convencido
del inminente final, el delator abandona apresurado la escena de un crimen que
está a punto de perpetrarse. Ya es tarde para arrepentirse. Van a darle
matarile al bicho para que deje de mordisquear la lechuga del menú, cagarse en
el arroz tres delicias u orinarse agustito entre la verdura congelada. Poco
orgulloso de su conducta rastrera, el puto Judas, el miserable, se consuela con
la idea de que el ratón (o la ratita) haya podido escapar a la escoba asesina.
En
el subsuelo, otras camadas se preparan para emerger y perpetuar su ciclo vital.
Varios niveles más arriba, 200 o 300 metros al noroeste, las grandes ratas,
oscuras, gordas y repugnantes, campan a sus anchas. Y a éstas ¿quién las mata?
Pobre ratoncito.... el susto se lo llevó....y el del pijama verde resoplo de alegria viendo que se escapaba el hìo puta.....
ResponderEliminarHay cosas que jamas sabremos como terminan.