miércoles, 15 de agosto de 2012

Una de huevos




De huevos rellenos y blancos errados

Héctor Muñoz. Málaga

La impotencia de muchas personas que padecen la crisis las lleva a buscar un cabeza de turco en cualquier lugar. Ante la imposibilidad de desahogarse con los responsables del malestar que invade la sociedad de hoy, arremeten contra el primero que les contraría. Los trabajadores del sector “servicios” son un blanco fácil.


Traspasar la puerta que separa los 42 grados de temperatura callejera del oasis con aire acondicionado que ofrece fría cerveza y tapitas recién hechas, es un trance psicodélico, lo más parecido a un orgasmo y casi siempre mucho más barato. En esas se encuentra el hombre que acaba de entrar al bar con la única preocupación de elegir su deseado tentempié: “Buenas tardes, ¿me pone una caña grande de cerveza y una tapita de huevos rellenos?”. Con una mirada que pretende ser cómplice y solidaria, el camarero suplica paciencia al recién llegado porque está atendiendo la reclamación verbal de una indignada señora que, a voces y con una clara intención de dar el cante para ser oída, es decir, de provocar un espectáculo, solicita nombre y apellidos del chico contratado que un día antes la había invitado a cambiarse de mesa: “porque a mi no me humilla nadie”.
         El meollo del tema era, según pudo saberse, que la ciudadana -más cerca de los 70 que de la juventud, muy pintada y arreglada-, habíase sentado en una mesa para seis, y el camarero, ante la demanda de una familia que quería comer, la puso en otra para dos. Tal afrenta merecía una respuesta al día siguiente.
Y allí se encuentra la descendiente de fenicios, romanos, moros y cristianos, hecha una quilla rompedora, pidiendo nombre y apellidos del osado empleado mientras sorbe un refresco de limón; no solo ha conseguido la atención del público presente: acaba de ganarse su antipatía. Por maleducada y corralonera.
Al otro se le están atragantando los huevos. Rellenos. A un metro escaso de distancia, la pesada erre que erre. Como si se tratara de un acuerdo tácito, el resto de clientes simulan no oír nada mirando al limbo. La otra, consciente del poco tirón de su discurso, decide la carga definitiva con toda su artillería: “porque si no fuera porque mi marío está ingresado en el hospital…”. Ni por esas. Silencio, se rueda. El encargado, condescendiente, le desea una pronta recuperación. Al pobre marido.
Un hombre ya mayor, cliente habitual de éstos que ya tienen puesta la copita de rioja antes de sentarse, susurra por lo bajini: “qué pesada, por Dios. Yo soy el enfermo, y no me voy del hospital si no me saca una grúa”. El de los huevos, rellenos, lo mira de soslayo queriéndole decir: “como te oiga, el que va a salir de aquí, pero con los pies por delante, vas a ser tú”. Oído, cocina.
            

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