martes, 21 de agosto de 2012

Diez clichés para una felonía

Diez clichés para una felonía

Héctor Muñoz. Málaga

Una jugada perfecta. Una cortina echada que oculta una ventana tapiada: al descorrerla solo deja ver los ladrillos desnudos, pero no lo que hay detrás de ellos.

A fuerza de ver, oír y leer todo lo relacionado con la situación política y económica que padecen en estos momentos millones de personas que hasta ahora creían gozar de cierta seguridad y estabilidad dentro de sus diferentes niveles adquisitivos, se tiende a dar por bueno todo un discurso, preñado de tópicos, que intenta explicar las causas y las soluciones. Falaz, malintencionado y armado con un arsenal de argumentos vacíos de contenido, trata de convencer a los ciudadanos -y muchas veces lo consigue-, no solo de lo inevitable de los acontecimientos, sino de la cuota de responsabilidad que aquéllos tienen sobre éstos.

Se abre el telón. El “Estado de bienestar” como el gran logro de las democracias liberales surgidas en la segunda mitad del siglo XIX al amparo del capitalismo emergente. Una ilusión vendida como cualquier otro producto del mercado, un amargo caramelo con sugerente envoltorio: un pisito acogedor, un buen coche, el plan de pensiones o un viaje a las islas más exóticas del Pacífico.
Todo ello, claro está, a cambio del trabajo diario de toda una vida para poder pagar las deudas y sus intereses. Felicidad al alcance del bolsillo, espejismo para las clases medias y utopía para los expoliados del Sur: el bienestar duradero solo ha sido, y es, una realidad tangible para los poderosos y su tupida telaraña de empoderados.

La “crisis financiera de la deuda”. ¿La deuda de quién? ¿Dónde están los acreedores, cómo se llaman? Pareciera que una crisis económica es como un maremoto, un huracán o un meteorito destructor; como si estuviera determinada por la naturaleza o el cosmos, sobrevenida del azar o de leyes imponderables.
Ha habido muchas crisis, como la del 29. Después de haber destrozado la vida de cientos de miles de personas confiadas y estafadas, los arruinados magnates volaban sobre el vacío de Wall Street antes de reventarse contra el duro asfalto neoyorquino. Éstos, al menos, tuvieron las agallas de desafiar al vértigo.
Sus herederos aprendieron bien la lección y han abandonado esa desagradable práctica: se asignan sueldos y pensiones vitalicias de millones de euros que premian su meritorio esfuerzo. Que lo de inmolarse ha pasado de moda y se manchan los trajes. Después, los buitres planearán ostentosos sobre la carroña que ellos mismos han dejado.

Las tres siguientes escenas arrancan con máscaras y son protagonizadas por aquellos 'elegidos libremente por el pueblo' para representarlo en el aparato institucional. La gran coartada. Los que gobiernan ahora piden sacrificios a los ciudadanos para salvarlos de la crisis. Sin esperar respuesta, decretan una serie de agresiones sociales de curso legal llamadas 'ajustes' o 'recortes'. Se muestran convencidos de la comprensión y de la generosidad de los ciudadanos. Y les piden sus votos.
Los de la oposición —que ya hicieron y dijeron lo mismo cuando les tocó gobernar— brotan con rabia ante tamaño atropello. El nudo de la trama se va apretando con advertencias apocalípticas que encogen el corazón de los espectadores. Y les piden sus votos.
Llega el momento de los actores secundarios: aquellos a los que se les atribuyó el histórico papel de adalides y garantes sin par de los inalienables derechos de los trabajadores, pobres y excluidos; es la parte cómica de la obra: aferrados al sillón que la voluntad popular les ha prestado, despotrican del resto, y solo se levantan para hacer payasadas simbólicas. Y les piden sus votos.
Todos ellos, y con un guión muy bien ensamblado, maman de las mismas tetas, la derecha y la izquierda. Y porque solo hay dos. El público asistente ríe a carcajadas con estos malos actores, aunque expertos mamones, y ríe por no llorar. Tras este jocoso impasse, un creciente rumor se va adueñando de la acústica de la sala: los asistentes empiezan a no saber de qué parte inclinarse. Dudan, confundidos.

Se acerca el desenlace. Pero antes queda tiempo para lamentar “el estallido de la burbuja inmobiliaria”, como otro fenómeno natural ajeno a la codicia y a la maldad. Tratan de convencer de que éstas son cosas del destino y que nada tienen que ver con la premeditada usura de prestar plata envenenada a sabiendas de que no podrá ser devuelta. Un inocente error de los banqueros, el de confiar y conformarse con dos nóminas o un aval cualquiera, para poder financiar la felicidad de sus clientes y contribuir a un mundo perfecto. Un mundo encerrado en una esfera de cristal, llena de casitas y nieve, que se agita cuando un niño la sacude.

Como padres admonitores sentencian: “habéis vivido por encima de vuestras posibilidades”. Malos, que sois unos nenes muy malos. Malos, malos, malos. Unos azotes en el culete y pelillos a la mar, que aquí no ha pasado nada. Los papis y las mamis, rara vez dan malos consejos: “Hay que recuperar la confianza de los mercados”. Los “mercados” son caprichosos y volubles; hay días que se despiertan torcidos, bajan la bolsa y suben la prima de riesgo. Son así de sensibles. Si no hay castigo se enfadan, y si alguien patalea se mosquean mucho más. No hay de qué preocuparse, porque “vamos a estimular el crecimiento”.

Último acto. La víctima, descamisada, y el verdugo, de etiqueta, frente a frente. Al fondo, una misteriosa cortina. “Son medidas dolorosas pero no hay otra opción”. El rumor ya es clamor: el público se levanta de los asientos y sube en tropel al escenario.
Paralizado, al tramoyista ni se le ocurre bajar el telón. Por la cuenta que le trae. Los primeros en pisar las tablas se aplican en dar lo suyo al del frac y la chistera, a base de bien y sin intereses. Otros se emplean sin contemplaciones con cada felón que les sale al paso. Al fin, descorren la cortina dejando desnuda una falsa ventana sellada con ladrillos que caen como fichas de dominó en cuatro patadas.
Asomados a ella contemplan un gran jardín luminoso con enormes árboles bajo cuya sombra retozan gozosos los mercados y los mamones, entre música de cámara, buenos caldos y las mejores viandas de importación.

Se miran unos a otros. “A por ellos, que son pocos y cobardes”.
Ahora sí se cierra el telón.

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