viernes, 21 de diciembre de 2012

UN MARCAPASOS ERRANTE




UN MARCAPASOS ERRANTE

Héctor Muñoz. MÁLAGA


La Literatura, en general, se ha valido en muchas ocasiones del enfermar y de los médicos, para inspirar obras inmortales. Al contrario, la Medicina siempre hizo gala de su propio código y, salvo excepciones, no fue muy dada a concesiones literarias.

Esta es la historia del señor Pérez, un venerable anciano imposibilitado para decidir por su incapacidad cognitiva, que, como otros muchos en esa misma tesitura, termina en urgencias por un dolor en las piernas, en la cabeza o en donde otros decidan que albergan sus quejas. Al fin y al cabo, da igual: su pulso no pasa de 35 latidos por minuto. Mala suerte, señor Pérez. La ciencia acaba de descubrir que sus dolores son fruto de su lento palpitar. Se pone en marcha la maquinaria asistencial. El abuelo observa, impertérrito, cómo le pinchan y lo siembran de cables. El especialista dice que necesita un marcapasos; el sentido común dice que así lleva ni se sabe cuánto tiempo y que de poco servirá. La hija dice que a su padre se le coloca el marcapasos, sí o sí, que para eso ha cotizado tantos años. El que se lo tiene que poner dice que vale, que se hará cuando se pueda. Pero hoy no. Mañana. El de la UVI está agobiado, sin camas libres. El señor Pérez se queda ingresado en observación. Los de urgencias también están agobiados. Todo es un puro agobio.

Y de pronto, la pregunta que todos esperan: «¿Este enfermo come?»

El tema no es baladí, porque comer es una necesidad vital. De hecho, al señor Pérez se le van los ojos detrás de las bandejas con comida preenvasada que exhiben ante sus ojos. «De momento no come», dice uno, «que le van a poner un marcapasos».

Y como en el bolero, pasan las horas y llega la cena.
― ¿Este enfermo come?
― Que coma, pero después estará en ayunas hasta mañana, que le van a poner un marcapasos.

Al señor Pérez, se le ilumina la cara. ¡Cómo jala el señor Pérez! Con fruición, devora lo que le dan; sus hijas lo flipan: «¡Qué mejoraíto está!» Y eso que sigue a 35 latidos, a piñón fijo. Parece intuir que la orden es dejarlo en ayunas, porque… mañana le van a poner un marcapasos.

El señor Pérez es buena gente. Incluso en personas con problemas cognitivos, se nota la buena gente. Ni un ruido da la criatura en toda una larga noche. Con el alba y el nuevo turno se oye de nuevo lo de si come o no come, y lo de que le van a poner un marcapasos: no hay desayuno. Las nueve, las diez, las once, la hora de la visita... Hoy no, mañana. ¡Albricias! El paciente come, y ¡cómo come!

A las cinco de la tarde, como en las corridas de toros, aparece alguien diciendo que le van a poner el dichoso aparatito. Increíble. Ahora el problema es que ha comido. «No pasa nada, es con anestesia local», manifiesta el técnico. Toma del frasco, Carrasco. Inmediatamente se pone en marcha el operativo de avisar a los familiares para que acudan a firmar el consentimiento informado, cosa que hacen, felices como perdices, aunque no entienden bien la política «dietética»: se les explica que, a veces, las tripas trabajan a una gran velocidad, para contradecir al corazón, como parece ser el caso. Dan las seis, las siete, ya noche cerrada. Contraorden: hoy no hay marcapasos. Mañana. ¿Por qué? No se sabe (algunos sí lo saben).

La cena del señor Pérez resulta espectacular. A alguien se le ocurre, incluso, darle un polvorón, por los desayunos perdidos, pero a otros les parece riesgoso.  Por la mañana tampoco va a desayunar.

Porque le van a colocar un marcapasos. El mítico Marcapasos Errante.

Moraleja. En muchas ocasiones, el sistema fracasa estrepitosamente, como es el caso. Lo peor es que, además, se ofrece una imagen grotesca, fragmentada, se transmite una sensación de descontrol, porque los que dan la cara, lo hacen de oídas, meros transmisores de decisiones que son difíciles de explicar sin conocer ni decir la verdad. Ésta solo tiene una versión. A partir de ahora deben ser los responsables, los encargados de todo ello. Cuando éstos tengan que dar la jeta, se acabará el problema.

sábado, 15 de diciembre de 2012

Crónica de pasillo



Una tarde en el descansillo

Héctor Muñoz. MÁLAGA

Con un mínimo interés y un poco de tiempo, no es necesario recurrir al cine para vivir pasajes de la vida cotidiana que nada tienen que envidiar a la ficción cinematográfica. En el supermercado, en la barbería, en la cola de una ventanilla o en una sala de espera. En cualquier lugar y en cualquier momento hay situaciones reales capaces de competir con el mejor guionista cinematográfico.

A los devotos de los hermanos Marx no les sorprenderán los títulos de algunas de sus películas como Una noche en la ópera, Un día en las carreras, Una tarde en el circo, o Una noche en Casablanca. Son títulos de ficción enmarcados con un toque temporal, que refuerza la sensación del espectador de que hay cosas que únicamente ocurren en la imaginación del autor y solo durante unas horas, como si de un sueño, o una pesadilla, se tratase. Son películas de locura, descontrol, absurdos personajes, gritos, risas, carreras, esperpento a fin de cuentas y… ¡más madera! Un Groucho totalmente loco, ácido, acatísico, con su permanente puro bajo el negro bigotón, acompañado de sus dos escuderos, Chico y el mudo Harpo —tan listos y tocapelotas como el otro— protagonizan comedias tan críticas, mordaces e irónicas, como ellos mismos. Estas joyas del celuloide son botones de muestra de la capacidad creativa de los seres humanos (que es mucha pero no de todos); poseen la virtud suprema, oscura y clarividente a un tiempo, de mostrar sin reparos, a cara de perro, la recurrente ridiculez de la sociedad de ayer y de la de hoy, que son la misma. Escenas que caricaturizan muchas costumbres sociales, algunas arraigadas en su propio origen étnico, casi genéticas, ancestrales y primitivas; otras importadas e incorporadas al imaginario colectivo de la comunidad, y muchas inducidas o favorecidas por la persuasión que ejerce el poder y el dinero (que son la misma cosa) a través de sus agentes y de sus canales propagandísticos.
        
         Roque Ferrante es un funcionario de los de toda la vida; un servidor público con inquietudes privadas, al que un simple resbalón, seguido de un giro contrario a las leyes de la cinética, le ha roto una pierna y lo ha convertido en un lisiado temporal. De la noche a la mañana se ha transformado en un patoso con muletas, un ser preocupado por una extremidad, por unos escalones, por los suelos pulidos y por cualquier distancia que supere los diez metros. Roque sufre en la ducha diaria y cuida de no trastabillarse, porque no sabe si es peor romperse de nuevo la mala o joderse también la buena; que cualquier cosa puede pasar en un estado de tanta inseguridad. Roque se siente vulnerable, casi indefenso. Siempre ha presumido de gozar con la lluvia, de contemplarla extasiado tras los cristales, de disfrutarla paseando por la ciudad. Ahora la mira con desasosiego. «¡Que no llueva mañana, por Dios, que tengo que ir al médico!», suplica mientras se imagina coordinando un paraguas y dos muletas… a la pata coja. Espectacularmente patético, circense.

Amanece despejado. Ha llegado el día. Mientras intenta enfundarse unos malditos calcetines negros, Ferrante piensa en el suspense que provoca ir al médico; podría olvidar su aniversario de boda o el santo de su madre, pero no la cita con el cofrade de Asclepio, el de la porra y la serpiente: «Vaya ocurrencia —discurre en silencio—, representar la Medicina con un palo como un demonio y una bicha de venenosa pinta. Esta gente es muy rara, para empezar. Lo demás vendrá rodado y que sea lo que Dios disponga».

         El Camino Español de los tercios de Flandes se le antoja a Roque un tranquilo rular frente a los más de veinte escalones que separan la corteza terrestre de la puerta principal del hospital. Al que diseñó el sistema no debieron explicarle bien lo que es un cojo, ni le comentaron que por estos establecimientos suelen pulular personas perjudicadas; no le advirtieron de que las muletas no llevan muelles impulsores, ni de que los carritos de ruedas no llevan tracción trasera.

         La cuestión es que Ferrante, triunfador sobre tales obstáculos, espera su turno para la revisión programada, sentado en uno de los desgastados sillones colocados en el descansillo de la cuarta planta del hospital, una zona de paso a la que llaman «sala de espera». Armado con paciencia de paciente —condición que asume plenamente a estas alturas—, un periódico del día y El Hereje de Delibes, ralentiza deliberadamente su reloj vital, dispuesto a sobrellevar dignamente el tiempo muerto de una tarde que se presume eterna. Roque goza de una posición estratégica: sentado frente a las escaleras y los ascensores, entre dos largas salas de habitaciones, a derecha e izquierda, sin perder de vista las santas muletas, que son sus nervios motores, sus mudos lazarillos; tiene ante sus pupilas el panorama completo de una representación social: las visitas a los enfermos de un hospital. Casi en estado de hipnosis, por el espectáculo que se le ofrece, le resulta imposible siquiera pasar del titular de portada.

Se supone que un hospital es un lugar destinado, en su último fin, al restablecimiento, la curación, el alivio y el descanso de personas enfermas, desgraciadas y auténticas protagonistas de esta historia, que bastante tienen ya con la que les ha caído. Y sin embargo, Roque tiene la sensación de que es al contrario: la visita a los encamados es un rito atávico de obligado cumplimiento, muy al uso en esta España nuestra, particularmente en la zona más meridional de la misma; rito considerado por los administradores del sistema, los responsables de gestionar el transcurrir de lo cotidiano, como una pieza básica –algún lumbreras la llamará «herramienta»– en el proceso terapéutico. De otra forma, no se entienden tantas horas permitidas, durante las cuales entra allí lo más grande, sin el mínimo control, ad libitum.

Riadas de conocidos y conocidas, agrupándose de dos en dos, de tres en tres, o de más en más, da lo mismo, saliendo de esos pobres ascensores, que si hablaran lo harían cantando por Antonio Molina Soy un pobre presidiario, ¡Ay! Málaga mía o Tengo una pena, pena.  Desorientados y aturdidos unos, buscando una figura con bata blanca o pijama verde a la que asaltar con sus dudas; displicentes y expertos otros, con la seguridad y el aplomo que da conocer el terreno, hacen de guías para las nuevas visitas, como si mostraran su casa o cualquier itinerario turístico. Todo está impregnado de un tufo folklórico, que nada tiene que ver con las dolencias; en un ambiente adornado de risas, carcajadas y voces —«¡niñaa que no es por ahí!», se ahogan los llantos silenciosos, como el de una mujer que se queja a sus primas —recién llegadas de La Línea en el autobús de Portillo—, de que su marido no viene hoy a ver a su hermana, porque está en el bar, jugando al dominó, privando y esperando la championlig (en realidad, el pájaro aún no ha cumplido visita en los veinte días que la cuñada lleva ingresada).



El lienzo lo completan el moderno del mp3 con los oídos obturados por Andy y por Lucas, desatendiendo las indicaciones de su madre, que le grita en vano para que gire 180 grados; la maciza con minifalda y leotardos verdes que distrae al personal masculino y proporciona tema para el escarnio al femenino; la enterada que sabe más de Medicina que el mismísimo Marañón, y que pregona a voces sus conocimientos y experiencias previas; y el corro de chicharras que, en una esquina, se alían y se calientan para criticar despiadadamente al médico de turno, ese holgazán desagradecido al que todos y todas costean el sustento de su familia. De fondo, expuesta en la pared de forma bien visible, la conocida carta de derechos, muchos, y deberes, pocos, del usuario. Y ese pobre anciano, encorvado, jadeante, claramente enfermo, más que muchos de los hospitalizados, con la mirada perdida y la parca en la frente, ayudado por sus cercanos, en riguroso cumplimiento del compromiso adquirido; ¿y quién le visita a él? Entra y sale a los 10 minutos, igual de encorvado, igual de jadeante, o más, con la satisfacción del deber cumplido en la cara de sus acompañantes, que no en la suya, resignada ya ante lo inevitable. Consternado, Roque piensa en ese pobre hombre y en el calvario que le están haciendo pasar. E instintivamente imagina la cara y los pensamientos del paciente visitado, al verlo: «… esta criatura es la que debería estar aquí… Vaya ánimos».

Y cómo no podía ser de otra forma, ajenos al entorno, como en otro plano existencial, dos operarios de mantenimiento, oportunos para variar, desarman una techumbre en pleno pasillo;  uno, encaramado a una escalera de aluminio, metiendo y sacando cables, comunicándose a gritos con el otro, como si estuvieran en la obra del metro. Un propio, un «visitador» de compromiso, harto de oír las mismas gilipolleces de siempre, a pie de cama, en una habitación abarrotada, y aficionado al bricolage, se entretiene en el lance, dando expertos consejos a los profesionales, del tipo de «dile a tus jefes que la próxima vez pongan tubos traqueados de peuvecé». Ahí queda eso.

Hasta aquí, puede decirse que, bueno… todo esto es previsible, consabido, rutinario, criticable, sí, pero real, pinturero y costumbrista. Ferrante, ensimismado, casi ha olvidado la dolencia cuando oye su nombre: de forma torpe y atropellada se levanta, toma las muletas y avanza hacia lo desconocido; la consulta es pequeña pero bien iluminada. El galeno, tras diversas maniobras exploratorias (diseñadas para doler), sentencia: «esto va muy bien». Roque está eufórico. Y en un arranque de solidaridad le comenta al médico la vorágine que acaba de presenciar, esperando del mismo, convencido, un arranque de ira por tener que sufrirla en sus propias carnes. Ingenuo error, Roque Ferrante: lejos de despotricar de la situación cotidiana, el facultativo confiesa que es un mal menor que hay que agradecer, porque, de no ser por «la visita», ¿quién daría de comer puntualmente a los impedidos? ¿Quién levantaría del catre a los ancianos? ¿Quién avisaría con tiempo, antes de que los demenciados se subieran por las paredes? ¿Quién evitaría que las uñas de algunos crecieran hasta hacer sombra?

   Y los fines de semana la cosa es mucho peor.
   Eso es imposible, doctor.
   No hay personal suficiente, amigo. Lo que tenemos no da para más.

El bueno de Roque imagina febrilmente trenes y autobuses especiales, fletados expresamente; hordas de cumplidores y cumplidoras acudiendo en peregrinación dominical al sagrado ritual; billones de bacterias hambrientas penetrando en el recinto y miles de decibelios molestando a los enfermos, ante la permisividad de los que mandan. Una visión inesperada de la cuestión que le sonroja por su propia candidez; un giro insospechado que le indigna por su mezquindad: en el fondo todo es un apaño tácito; ni escrito ni verbalizado. Es el dame pan y dime tonto: puedes campar a tus anchas, vale, pero no protestes. Y vótame.

Hay quien tiene lo que quiere, otros lo que pueden y muchos lo que se merecen.

sábado, 1 de diciembre de 2012

DESPOTISMO DESLUSTRADO





Despotismo deslustrado

Héctor Muñoz. MÁLAGA

Apoyo la actual huelga —a punto de una tregua, según las últimas noticias— de los médicos internos residentes (MIR, médicos generales que aspiran a un título de especialista), por considerarla una huelga justa y legítima.
Como consecuencia de la misma, y ante la imposibilidad de mantener unos mínimos asistenciales sin el concurso de aquellos, la Dirección del hospital Carlos Haya de Málaga, a través del jefe de servicio de CCU, Guillermo Quesada, ha estado obligando a la realización de guardias extraordinarias a los facultativos de plantilla, tanto fijos como eventuales, si bien estos últimos han sido, en líneas generales, los más perjudicados, por la precariedad laboral de la que ya parten.
Esta situación pone claramente de manifiesto la gran dependencia del sistema, del trabajo que realizan los MIR (60% del personal médico en una guardia de urgencias en día laborable, a partir de las 15 horas). También demuestra que las plantillas profesionales son insuficientes por sí mismas; de otra forma no se entiende que ante la huelga de los MIR aumenten —por decreto— los puestos asistenciales del staff.
Con la imposición de estas medidas, la administración sanitaria ha pretendido «asegurar el derecho a la salud de los ciudadanos»; con este viejo eslogan propagandístico van tirando, porque les permite —me temo que por tiempo limitado— mantener su manoseada historia de ardientes y desinteresados defensores de los desfavorecidos, frente a la perrería de esos ingratos asalariados, levantados en armas contra aquellos. Lo de siempre.
Pero también han pretendido reventar la huelga, minimizar sus efectos anulando el impacto social de la misma en la opinión pública, y ocultar la realidad a los ciudadanos. Como siempre. Me consta que se han hecho gestiones ante la Dirección, para procurar la contratación de médicos, al menos mientras se han dado circunstancias tan especiales; no ha sido finalmente así: han preferido pagar las guardias a los reclutados por la fuerza. De ello cabe deducir que los motivos económicos han sido tangenciales, solo una coartada: nuevos contratos significarían reconocer de facto todo lo expuesto en los puntos anteriores, y esto no está en su guión.
El viernes día 23 de noviembre de 2012, sobre las diez de la mañana, recibo personalmente una orden verbal de mi jefe, en la que me anuncia la obligación de hacer una guardia extra a partir de las tres de la tarde de ese mismo día. Le indico la conveniencia de constancia escrita, a lo que accede gustosamente; según su respuesta, se dispone a hablar con la dirección del hospital para procurarme el documento, aunque me adelanta: «con la orden verbal es suficiente y te la he dado ante testigos». Debo reconocer que en aquel momento mi predisposición no era la más favorable. Y debo decir también que la actitud de mi superior me pareció más cercana a un «flecha» de la OJE que a ese amigo que dice ser. Testigos los hay; pero son mudos al 75%.
Hay que reconocerle al jefe su rapidez en estos asuntos. La Policlínica puede esperar décadas, pero en tales cuitas, el capataz se mueve a la velocidad de la luz. En diez minutos me presenta el documento y me conmina a firmar el acuse de recibo, si quiero hacerlo, porque «no es obligatorio», me concede. Parece ser que sus labores le impiden «perder» demasiado tiempo con un tema «rutinario», tanto como el de atender enfermos, que es lo que uno suele hacer. O bien, el director anda reunido y no concede audiencias, o bien no quiere firmar la orden, o bien es un farol premeditado; el hecho es que el papelito que me presenta es una orden suya, personal y firmada; orden que guardo como oro en paño, porque algún día, reseca y amarillenta, podrá testificar el retroceso de cien años al que estamos abocados.
Las maneras y circunstancias en las que el mando me entrega dicha orden son peculiares, muy españolas, chusqueras y a lo cañí: lo hace en el despacho de trabajo, ignorando absolutamente a lo que me dedico en ese momento, ante compañeros, los mudos del 75%, que de no serlo, podrían confirmar la conducta prepotente, autoritaria e intempestiva en su proceder, tal y como me expresaron, boquiabiertos, nada más largarse el ilustre y absoluto prócer. Y conste que, no solo no les reprocho su postura, sino que yo, en su caso, haría exactamente lo mismo: callar. Como en los viejos tiempos.
 Uno, lego en estas cuestiones y desconfiado a la fuerza, se pregunta si ha de firmar el “recibí”. Y para un buen asesoramiento, decido llamar a quien creo que me puede ayudar, antes de rubricar nada. Ni siquiera unas mínimas normas de urbanidad impiden que mi jefe se quede a oír lo que hablo, extenderme repetidamente el papelito, molestándome e interrumpiendo mi conversación telefónica sin ningún pudor; el ejercicio del poder a veces resulta así de ordinario.
 Decido firmar con la coletilla “bajo coacción del remitente”, y mientras lo escribo oigo: «firma eso, que a continuación te meto una querella, ¡firma, firma!». Oigan: que me acojonó, joder. Nuevamente teléfono; me dicen que si tengo testigos, adelante. Pero si no, que me olvide. Y como no los tengo, la coletilla queda en «firmo en contra de mi voluntad», a lo que añado «por imperativo legal», siguiendo la recomendación del mismísimo impositor (que hasta de leyes conoce), lo que no deja de ser sospechoso, en el sentido de que lo que uno escriba —pataleando— en un recibí de esos, debe tener el mismo valor que la papelera a la que está condenado.
 Como siempre, mi trabajo se desarrolló sin contaminación por problemas laborales, con la colaboración de otros compañeros, incluidos los de la UCI —también reclutados a la fuerza—, a los que agradezco de corazón su buen hacer.
 Afortunada y casualmente han aparecido una serie de noticias en los diarios malagueños, poniendo este asunto sobre el tapete de la opinión pública, cosa que no había ocurrido anteriormente. Es interesante que participen aquellos agentes sociales comprometidos con la información, con el fin de generar un debate público en el que la ciudadanía de Málaga participe y se pronuncie. Esta es la sociedad de la información, la del conocimiento, dicen. No hay duda de que los MIR (EIR) han ganado una pequeña batalla, gracias a que son los tercios de la infantería sanitaria; imprescindibles, muchos, mal pagados, organizados y con buenos hierros: los de las redes sociales, que manejan divinamente porque para eso son nativos digitales.

Enhorabuena.

jueves, 15 de noviembre de 2012

Una de Cine



Del macrohospital a la macrogerente: storytelling y propaganda


HÉCTOR MUÑOZ. Málaga

En una carta al director, publicada en el diario Sur del 27 de septiembre pasado, se cuestionaba el optimismo –vestido de rosa matinal de domingo con lazo de tímidas promesas– de la gerente del hospital Carlos Haya y de la consejera de la Junta, sobre aquel proyecto de «macrohospital» para Málaga. Sin pretensiones adivinatorias, ya se advertía de que el cuento no colaba. Storytelling. Propaganda.
Hace una semana, el delegado de Salud y Bienestar Social de la Junta de Andalucía, Daniel Pérez, declaraba que el macrohospital de Málaga «en estos momentos no puede ser una realidad», y «en estos momentos no tenemos la disponibilidad financiera y no lo podemos hacer». Hoy no. Mañana. El cuento de nunca acabar. Storytelling. Propaganda.
Entre medias, la historia de un hospital, el Carlos Haya, consternado: noticias de despidos y reacción sindical; un encierro accidentado, un exceso de poder o un inocente malentendido, según el flanco por el que rompa el viento. Denuncias, agravios, indignación. El relato no se agota, no debe agotarse. Una buena historia sin suspense, ni es buena ni es historia, ni es nada. Y así pasan los días, como si el reloj se detuviese entre dos noticias. Storytelling. Propaganda.
Cuando el público cabecea de sueño y algunos estudian la forma de salir lo más discretamente posible del patio de butacas, llega el gran pelotazo, el impacto total: «La Junta dejará un solo gerente para Carlos Haya y el Clínico por los recortes», lo cual, según nota oficial «conllevará importantes beneficios para los ciudadanos, puesto que la agregación de gerencias vendrá a fomentar aún más la atención integral y la coordinación entre los profesionales de los distintos centros y niveles». Ya es mala suerte que tan brillante idea –suponiendo que lo sea– llegue con treinta años de retraso: la atención integral y la coordinación entre los profesionales necesitaban una crisis financiera mundial para ser mejoradas hasta la excelencia. Storytelling. Propaganda.
«El SAS nombra a Carmen Cortés gerente de Carlos Haya y el Clínico». No hay narración que se precie de ser digna sin héroe ni heroína; son elementos indispensables para la adhesión de la audiencia. «Tendrá a su cargo a 8.000 trabajadores y manejará un presupuesto anual de más de 550 millones de euros». Pesada carga para los mortales, pero no para quien levita sobre sus cabezas, no para los mitos, no para los elegidos. No para las elegidas. Storytelling. Propaganda.
Y para que nadie dude de que la fuerza nos acompaña, Daniel Pérez explica el ahorro que supondrá esta medida, a pesar de haber incorporado a Javier Terol, como subgerente, al equipo directivo –en el que hay un director médico, entre otros cargos– del hospital Carlos Haya de Málaga, según se desprende de una entrevista concedida a un diario malagueño. El Ojo que todo lo ve. El Gran Hermano controla el más esquivo rincón de la casa. Los dioses confían en sus representantes en la Tierra. Storytelling. Propaganda.

¿Qué tiene todo esto que ver con la realidad, esa que diariamente está de guardia las veinticuatro horas? Storytelling. Propaganda.

Una de Cine


Del macrohospital a la macrogerente: storytelling y propaganda

jueves, 18 de octubre de 2012

Crónica del esperpento


El bellotero, el listo y la doctora que quedó bien: un sainete religioso

En un servicio de urgencias sanitarias suelen ocurrir muchas cosas, unas predecibles, inesperadas otras,  y casi siempre son situaciones sorprendentes, curiosas e interesantes, pero bastante desagradables en su mayoría.

El análisis de todos los eventos acaecidos –y de las circunstancias que los rodean, condicionan, determinan y originan– es complicado, por mucho que algunos chupatintas a sueldo pretendan sistematizarlos en una presentación Power Point candidata a ser premiada en el próximo concurso de la Escuela Andaluza de Salud Pública, para glorias, gestas y excelencias; es decir, para escalar un peldaño, cobrar un mísero plus, obtener dos días libres, una palmadita en el lomo o permiso para mamarla relajadamente con ticket de desayuno adicional.
Sin embargo, la realidad lleva otros caminos, acaso los del Señor, y para muestra el siguiente botón: a 200 kilómetros de la sala de críticos del malagueño hospital Carlos Haya, concretamente en Almería, un usuario gravemente enfermo –además de transplantado renal y, por tanto, hijo predilecto del sistema–, con su aorta (esa “vena gorda” mítica para el pueblo andaluz) desafortunadamente rota un viernes de puente de diciembre. Hasta aquí normal, predecible en cierto modo.
Lo que ya no es tan imaginable, ni sistematizable en el Power Point del soplagaitas de turno, el de la medallita y ticket de desayuno, es que el paciente, usuario del sistema y objetivo de nuestros desvelos, tuviera la fortuna o la desgracia (aún está por ver) de tener una “gran amiga”, anestesista ella, que asumiera la dirección y coordinación de su emergencia vital, quedando para la posteridad como la gran hacedora y ángel de la guarda. ¡Qué bonita es la amistad, sobre todo cuando los problemas tienen que solventarlos otros! Planteada la cuestión en Almería, la buena samaritana recurre a un amigo cardiólogo. Un listo, uno más de los muchos que pueblan nuestras dehesas. Esto cada vez pinta más feo. No se conoce lo que este galeno sabe de Cardiología, posiblemente mucho, pero de lo que no cabe duda es de que está al día sobre los resultados de la cirugía aórtica de todos los servicios de Cirugía Cardiovascular en España, puesto que al ser consultado por su amiga anestesista, sentencia: “mándalo al Gregorio Marañón, que tienen muy buenas estadísticas”. Ahí, con dos cojones y 600 kilómetros de regalo para uno que ya avista a la de negro con la guadaña. La otra se lo cree y llama a Madrid. No hay foto de la cara del cirujano de guardia, pero su dedo corazón, erguido en actitud de rechazo, aún deja sombra entre las torres de Florentino Pérez: “amigo cardiólogo, en Madrid va a ser que no, ¿dónde lo mandamos?, porque le toca Granada, tierra soñada por mí”. “No, mejor a Málaga que tiene mejores resultados”, concluye el experto.
Y a las seis de la tarde, el residente de guardia, aprendiz de cirujano cardiovascular, anuncia al adjunto de urgencias la buena nueva; sin capacidad de reacción, ni derecho a veto, el urgenciólogo piensa: “este marrón me lo como yo, como hay Dios”. La doctora no duda en meterle en el cuerpo a su amigo disecado 150 kilómetros más de autovía y queda de cine. El galeno cardiólogo, el listo, también queda bien y satisfecho de poner en práctica sus vastos conocimientos. Ambos en su casa, al abrigo del hogar familiar.
Mientras tanto, en otro lugar y en otro ambiente, ajeno a políticos, amasachurros, ruedabolas, comecancas, chupauñas y cagamulas, un pobre desgraciado ha sido detenido por bellotero: portador intestinal de unas cuantas bolas de polen cannábico prensado que, a estas alturas, o bajuras, mantienen una estrecha relación con las haustras colónicas y la materia fecal, mierda para entendernos todos, presente en estas vísceras diseñadas por Dios en el último día de la Creación. Los círculos del destino proveerán que el presunto se convierta también en usuario del sistema, como el otro, pero sin glamour.
Y ambos al Carlos Haya, el primero acompañado del SAMUR, con su médico a la cabeza, aliviado de soltar semejante regalo, y el segundo con una pareja, mítica imagen, de la Guardia Civil, la "Meletérica de Chiquitistán", que solicitan educadamente al residente de turno ubicar al usuario en un “lugar especialmente habilitado” para el proceso expulsivo, una vez realizada la radiografía delatora. “¿Mande?”, pregunta el médico bisoño. In albis, el médico en formación imagina una sala con tecnología punta que él desconoce y, disculpándose momentáneamente con los agentes, acude raudo a asesorarse por su adjunto responsable, que le explica con aplomo y seguridad en qué consiste ese lugar especialmente diseñado para estos fines. Feliz de saber algo más, se presenta de nuevo ante la ley y el orden y, textualmente les expone: “mi adjunto dice que disponemos de una trona que ubicamos donde haya espacio; la trona es un sillón con un agujero para cagar, debajo del cual se inserta una palangana de la que ustedes recogerán el material… y mientras tanto se sitúan a derecha e izquierda del detenido en su labor vigilante”. Hombres de honor, valientes y arriesgados, a los de verde les aterroriza la idea de comerse los olores y texturas propias del procedimiento propuesto y solicitan llevarse a su detenido al Clínico, dónde suponen una mejor cartera de servicios para estos menesteres. Y siguiendo la máxima del enemigo que huye y del puente de plata se les facilita la salida en transporte propio (coche patrulla) con un informe a mano por montera y nuestros mejores deseos, buen servicio a los guardias y una pronta cagada al bellotero.
Y mientras que el amigo de la que quedó bien y del listo de Almería, con 4 o 5 venenos en perfusión y un tubo en la traquea era sometido a más pruebas antes de entrar por fin al anhelado y merecido quirófano, a las tres de la madrugada ya, recibíamos la llamada de un médico del Hospital Clínico Universitario, largando bichos y culebras por esa boca, indignado con la derivación y preguntándonos qué tiene su trona que no tenga la nuestra. ¿Y qué tiene Málaga que no tenga Granada para pacientes con la aorta disecada? Esto es la guerra, compañero.
Pasó la noche y llegó la mañana siguiente. Afortunadamente el enfermo crítico, operado, evoluciona en la UCI. El detenido, con la "Meletérica", aún depone, ingresado en la planta de Cirugía. Los dos en Carlos Haya, algo predecible.
Málaga, diciembre de 2009
Dedicado a D. José María Cano, compañero y amigo. Allá arriba debe estar sonriendo.

jueves, 27 de septiembre de 2012

domingo, 23 de septiembre de 2012

Una leyenda más.




Málaga tiene una leyenda llamada macrohospital

Héctor Muñoz. Málaga

En la entrevista a la gerente del hospital Carlos Haya de Málaga, Carmen Cortés, publicada en el diario Sur el pasado día 19 se abordan diferentes temas entre los que destaca el proyecto de un gran hospital para la ciudad. Cortés se muestra “convencida de que se construirá” y la consejera “así lo ha transmitido”.
La ciudadanía ya puede estar tranquila porque sabe perfectamente que no se va a hacer hasta que pasen algunas generaciones, si algún día se hace. Las malagueñas y los malagueños son buenas gentes pero no tontos. Esta recurrente noticia sale a la palestra cada vez que para los políticos y gestores pintan bastos; es como el Santo Grial, que a fuerza de no encontrarlo se convirtió en leyenda.
Lo curioso de la cuestión es que hace doce años se hizo un proyecto de ampliación del hospital Carlos Haya, que incluía urgencias y consultas externas; las obras comenzaron y terminaron con la construcción de una cafetería-restaurante de dos plantas y cristalera verde. La sala de recepción de pacientes en urgencias sigue teniendo entre 35 y 40 metros cuadrados, dato que puede ser contrastado fácilmente. La gerente se ha encontrado con esta situación y no se le puede atribuir responsabilidad alguna, pero no estaría de más que comenzara a retomar un problema tan básico, si realmente pretende la “excelencia” del hospital, palabra que repite cuatro veces en la citada entrevista.

Carmen Cortes: «La crisis ha repercutido en los salarios de los profesionales, pero no en las prestaciones ni en la cartera de servicios»

Carmen Cortes, especialista en medicina preventiva y salud pública, ayer, en su despacho del Hospital Carlos Haya. :: Álvaro Cabrera (diario Sur)

         Es cierto su comentario sobre los buenos profesionales del hospital, y muy loables la comprensión por el malestar laboral y su “sensibilidad en estos momentos difíciles”, lo que no debe ser óbice para recordarle que a finales del pasado mes de julio el presidente de la junta de personal solicitó el uso del salón de actos para una asamblea de trabajadores y dicha petición le fue denegada, según manifestó en su día el representante de los mismos. Si bien es verdad que los colegios profesionales siempre han supuesto un molesto grano para los responsables sanitarios, catalogar su visión como obtusa y sus ideas como decimonónicas no resulta, precisamente, un ejercicio de sensibilidad con los miles de colegiados que existen en Málaga.
         En cuanto a la influencia de la crisis en las prestaciones, no sería mala idea contrastar la opinión de Cortés con la percepción de los usuarios del sistema, en cuanto a listas de espera, atención domiciliaria y demoras en consultas (por poner algún ejemplo): igual el panorama no resulta tan alentador.
            

lunes, 17 de septiembre de 2012

Una de piojos




Ojo con los piojos

Héctor Muñoz. Málaga


Como este artículo puede ser leído por personas ajenas a la profesión médica, es conveniente aclarar conceptos antes de desarrollar el tema. ¿Qué es un MIR?  Literalmente significa médico interno residente: médico general que accede a través de un examen selectivo a una plaza para su formación como especialista en un hospital durante un periodo de tiempo, habitualmente cuatro o cinco años, tras el cual obtiene el título deseado, se supone que acreditando una serie de conocimientos, habilidades, actitudes y aptitudes. Su trabajo es remunerado mediante un contrato laboral con un sueldo más lo percibido por las guardias que realizan; si bien no es una cantidad desorbitada, sí es cierto que es más que digna para vivir desahogadamente, teniendo en cuenta que la inmensa mayoría son jóvenes recién salidos de la facultad sin grandes compromisos familiares, muchos de ellos aún al abrigo de sus padres, orgullosos y satisfechos de la carrera de sus polluelos. Y polluelas.
        
         Mucho ha cambiado este sistema -que ha dado y sigue dando excelentes profesionales- en los últimos años. Cambios que han ido de la mano de una serie de transformaciones sociales, familiares, políticas, profesionales y laborales, desde su implantación a finales de los 70. El perfil del MIR de hoy no es el de antaño, aquel médico feliz por abandonar -al menos temporalmente- la bolsa de trabajo y las oficinas de empleo, capaz de llegar al hospital a las ocho de la mañana para presentar, ante la mirada crítica de sus maestros, un raro caso clínico sacado del New England Journal of Medicine, encargado tres días antes, nada más y nada menos que por el mismísimo jefe del servicio en el que hacía su rotación docente, comerse las críticas pertinentes con humildad y propósito de enmienda, aguantar con nobleza alguna que otra impertinencia, pasar media planta más o menos tutorizado, informar a familiares y salir a las cuatro de la tarde o continuar de guardia en esa especialidad para terminar a la misma hora pero del día siguiente. O llegar a las nueve de la mañana en su turno de 24 horas de urgencias, machacarse generosamente sacrificando en no pocas ocasiones comidas y cabezadas, para caer muerto y contento en su cama, también a las cuatro de la tarde del día siguiente, si -con suerte- no le habían colocado un cursito vespertino de formación específica. Zombis ojerosos con fonendo al cuello, pijama y bata con los bolsillos exageradamente llenos de notas, chuletarios, martillo de reflejos y oftalmoscopio; ellas descuidadas de rímel, sombras de ojos, colorete y pintalabios; ellos, despeinados y barba de dos días. Todos ganándose el respeto de los médicos adjuntos por su interés, su trabajo y ansia de superación, disfrutando íntimamente de aquel caso resuelto y del sincero reconocimiento de un paciente agradecido, cuando no jodidos por un error o un descuido oportunamente corregidos por un staff atento al quite. De esta forma, se hacían profesionales solventes con un nombre respetado en el hospital por su excelente y permanente disposición a no bajar el listón ni un milímetro, y eran valorados por ello, no por su simpatía, habilidad para reír gracias, dar palmaditas en la espalda o besar culos agradecidos por no emplear una expresión mucho más soez.

         Los justos logros laborales, como librar en saliente de guardia, limitar el número de horas de trabajo y una serie de mejoras económicas, han contribuido de facto a equilibrar una situación mil veces denunciada, casi en silencio, de “mano de obra barata”. Y es cierto: la administración ha usado a los MIR en este sentido, y lo sigue haciendo; con ello ha pretendido compensar el gasto que supone la formación de estos médicos generales con el progresivo decremento en las partidas destinadas a la contratación de profesionales ya hechos en el mismo sistema. Y esto, al menos en Andalucía, ha dado lugar a una mayor presencia de médicos generales en formación, en primera línea de batalla asistencial, con una menguada tutorización por la escasez de supervisores, cada vez más prematuramente quemados y agobiados por la sobrecarga y la precariedad laboral. Decisiones como las de suprimir guardias de presencia física en determinadas especialidades para médicos adjuntos (mucho antes de la crisis actual) avalan lo expuesto. El resultado de todo ello es que un pipiolo o pipiola, con 14 meses de antigüedad, se presenta ante el paciente y su familia como cirujano o cirujana, cardiólogo o cardióloga, intensivista, nefrólogo o nefróloga, traumatólogo o traumatóloga, y así sucesivamente, con un bizantino halo dorado de sabiduría y santidad, para decidir cuestiones importantes no siempre resueltas con el talento necesario, o simplemente no resueltas.

         Por otro lado, y como la cuerda suele romperse por el trozo más débil, una serie de errores médicos propios de la inexperiencia provocaron en su día las correspondientes sentencias judiciales adversas (los de la toga no entienden de barcas) que motivaron la orden para que los MIR de primer año no puedan firmar por sí mismos un documento oficial como puede ser un alta. Sin ser una medida descabellada, no deja de llamar la atención que un médico recién salido de la facultad pueda ser responsable de la salud de los cientos de personas del pueblo más recóndito al que le ha tocado ir en calidad de sustituto, y otro teóricamente más preparado, con todo tipo de pruebas complementarias a su alcance y la posibilidad de consultar con cualquier especialista, sea incompetente para hacerse cargo de un simple resfriado. A los políticos y sus gestores designados a dedo no les interesa que la población sepa que, en un elevado porcentaje de casos, es atendida por generalistas aprendices que se hacen pasar -sin rubor y con cierto recochineo- por consagrados especialistas. Igual, con esta información, un residente no podría hacer nada hasta su titulación definitiva porque, puestos a elegir, los pacientes y sus familiares optarían por el de mayor experiencia.

         Social y familiarmente no debemos olvidar que en los últimos quince años asistimos a generaciones de jóvenes tipo “Jonatans, Ingrids, Ikers y Ainhoas”. Consentidos y educados de una manera peculiar, informados y desinformados con smartphones de última generación, portátil superchulo y sus redes sociales, han sabido desarrollar, hábilmente, un discurso amoral basado en la libertad del “todo vale”. Y los MIR no han sido ajenos a estas corrientes; bien es verdad que en este colectivo no parecen ser mayoría. De momento. Pero los que son, son. Medicina defensiva a ultranza, más miedo que vergüenza, interesados en aprender maniobras evasivas antes que dar la cara, pelotas y sumisos con quien les interesa, déspotas y rebeldes con quien no o con los que estiman que pueden serlo, vagos de puro vicio y pésimos médicos con muchas leyes presididas por la del mínimo esfuerzo. Nadie les ha enseñado que hay que respetar las canas, por encima de todo, aunque no tengan razón, como a tus padres. El problema es que éstos y éstas no respetan ni a los suyos.

         Bastante se quejó en su día el catedrático y académico, profesor Ciril Rozman, uno de los padres del sistema MIR, de que no hubiera un examen al final de la residencia. Fue sustituido por un sistema de tutores que capean el temporal como pueden, sin malas palabras ni buenos gestos. Y con cierto grado de interés, todo hay que decirlo. En los últimos meses se han producido en el hospital Carlos Haya de Málaga, según fuentes solventes, una serie de incidentes con ciertos médicos generales en formación, casi todos -casualmente- de una misma especialidad, harto desagradables y que han motivado alguna protesta más que justificada, incluso con constancia escrita. La reciente reproducción de los mismos, en grado superlativo, con una recién llegada, invita a pensar en un contagio “boca a boca” que puede resultar en pandemia. Y se corta de cuajo o termina enmierdando el ambiente, más de lo que ya lo está.

Si para algunos y algunas no hay lugar para el respeto, en los demás no debe caber la misericordia con ellos y ellas. Hay una serie de procedimientos administrativos -siempre por escrito- desde el jefe de servicio hasta la misma gerente si es necesario. Cualquier cosa antes de que los piojos pongan huevos. Cualquier cosa antes de que la mayoría de buenos médicos residentes tengan que pagar por cuatro gañanes. Y gañanas.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Una de mujeres



Dos damas españolas

Héctor Muñoz. Málaga

Con la opinión pública mediáticamente abducida por la ruina económica, asustada, agobiada cada mañana y cabreada el resto de la jornada, brotan, casi de la nada -por imprevistos-, dos hechos noticiables que terminan dando la vuelta al orbe refrescando el ambiente con ese inconfundible olor a tierra recién regada: Cecilia y Olvido. Borja y Los Yébenes. Aragón y Castilla. España.

Ni que decir tiene que a ambos acontecimientos no les han faltado los que gustan de buscar los tres pies al gato; unos por imbéciles de oficio, otros por no tener otro tema de conversación y los de siempre para arrimar interesadamente cualquier fogata a sus medros políticos, desviando la atención de sus propias fechorías hacia cuestiones tan humanas, tan corrientes y tan normales, elevadas casi a categoría de asuntos de estado, en ese manido ejercicio, tan viejo como la Humanidad, de distraer al personal con pérfidas intenciones.

Doña Cecilia, una señora cabal, celosa de su pueblo, de su iglesia y de sus santos. Una mujer de carácter, resuelta y decidida. Conocedora de los rincones más ocultos del Santuario de la Misericordia, de sus cuadros, de sus imágenes, de sus telarañas, olores y humedades, convencida de su capacidad para arreglar ella sola lo que el tiempo y la dejadez de otros han estropeado en silencio. Un pequeño error de cálculo y cierta carencia de perspectiva artística -que se han producido sin género de dudas a la vista del resultado- no pueden empañar el desinterés con el que la señora acometió la empresa. Y mucho menos, eclipsar la dignidad y la valentía de la misma al reconocer su atrevimiento e impericia. Muchas Cecilias y Cecilios necesita este país de chamba, en el que solamente la cagan los que lo intentan. Los que no toman decisiones nunca se equivocan, y suelen ser los mismos que ahora critican el abandono del patrimonio cultural, como si fuera algo novedoso; cualquier viajero interesado ha podido constatar la indefensión de cientos de monumentos centenarios, incluso milenarios, repartidos por los campos ibéricos, abandonados a su suerte, en pié hasta que el tiempo se lleve por delante, no a sus piedras, sino a las manos que las cuidan.

Doña Olvido, cuatrocientos kilómetros al suroeste, en plena Mancha, es otra mujer española de armas tomar. Metida a política y electa como concejala del PSOE en el ayuntamiento de Los Yébenes, Toledo, ha tenido a bien grabarse un clip íntimo, presumiblemente destinado a una persona y no a una audiencia masiva a la que algún cabrón -o cabrona-, con pintas, ha conseguido llegar con ese revuelto de envidia, venganza y despecho que tizna nuestra historia y la preña de hideputas. Traicionada por su confianza, la atractiva edila no ha hecho nada distinto a los miles, por no decir millones, de babosos -y babosas, pero menos- que se machacan todos los días en Internet; mejor dicho: sí lo ha hecho diferente, por elegancia y sensualidad. El problema, al igual que doña Cecilia, ha sido un error de cálculo y falta de perspectiva, tecnológica en este caso. Y ya la hemos liado: entre abucheos, insultos, golpes de pecho, peticiones de dimisión y manifestaciones de apoyo (que no se sabe qué es peor), el mismísimo Torquemada parecería un querubín cándido e inocente. Al fin y al cabo, la Inquisición torturaba y después matarile. Un mal trago que terminaba con ese inconfundible olor a carne quemada. La hipócrita sociedad del siglo XXI tortura pero no mata. Tortura y tortura, sin acritud, con tranquilidad y buenas maneras, dentro de la legalidad vigente. Pero no mata.

Señoras Cecilia y Olvido: siempre a sus pies.

jueves, 6 de septiembre de 2012

Un orgasmo lorquiano



Un orgasmo lorquiano

Héctor Muñoz. Málaga


¡Qué difícil es desconectar a veces de lo que ocupa y preocupa! ¿Verdad? Es como el jilguero que sale de la jaula y se posa encima de ella sin querer volar, como el síndrome de Estocolmo o como los prisioneros a rayas que no saben donde ir una vez liberados.

Diez días fuera del hospital dan que pensar. La imaginación vuela y alguien puede intuir que en tan largo periodo han debido cambiar muchas cosas: esa policlínica, por fin digna y espaciosa, con consultas y todo, sin biombos, con camillas preparadas para la máxima seguridad del paciente, no como aquellas desvencijadas en la que más de uno casi se desnucaba, no. Un sistema informático veloz, integrado, seguro e intuitivo, sillones ergonómicos, orden, silencio, rapidez y discreción.

Un personal feliz, entregado sin condiciones a la consecución de los fines más sublimes: manos limpias, recetas al buen uso propio y praxis ajustada al máximo nivel de evidencia científica. Como tiene que ser.

Y diligencia, mucha diligencia. Nada de echar balones fuera: colaboración, solidaridad, educación, humildad, sentido común. ¿Un enfermo necesita un marcapasos? Paciencia, no se atropellen por ponerlo en el día. Las prisas nunca fueron buenas consejeras. ¿Piedras en la vesícula? Tranquilos, que la que se queje después de veinte cólicos biliares lo hace de puro vicio. No es conveniente que el sistema se deje llevar por la ansiedad de los clientes. Es una inercia perniciosa. Como la anemia. Y hablando de carencias: esas criaturas transfundiéndose en el hospital de día, radiantes al recibir el sagrado fluido, tomando color y calor. ¡Qué bonito!

Y camas, muchas camas libres, como mínimo las más de cien que han estado cerradas y las 40 o 50 que siempre están libres. Siempre. ¡Qué gozada! ¡Qué derroche!

Esos médicos y enfermeras tan ejemplares como sus contratos indefinidos. Impresionante. O ese equipo de dirección, degustando empanados en franca camaradería con los que tienen guardias, picoteando de las fiambreras de los que no las tienen o convidando a chupitos de finas hierbas, sin alcohol, por supuesto, pero de muy buen rollo. Muy emocionante, carne de gallina al cantar juntos “la Tarara sí, la Tarara no; la Tarara, niña, que la he visto yo”. ¿Y qué más da que al que caiga enfermo le birlen el prorrateo de sus guardias? “Lleva la Tarara un vestido verde lleno de volantes y de cascabeles”. ¡Alegría, alegría!

Y un ecosistema bacteriano libre de bichos incómodos, de éstos que vienen del mismo culo del mundo y se acoplan de tal forma que parecen turistas de hamaca y gafas de sol. Nada de eso, porque para ello los que mandan, expertos donde los haya, actúan prestos ante la alarma más nimia. Es cuestión de reflejos, y éstos son unos linces que hay que cuidar, mimar y criar, incluso en cautividad si fuere necesario, para que nazcan, crezcan y se reproduzcan, como los camaleones, ya saben, esos lentos reptiles de ojos saltones que tienen la increíble cualidad de cambiar de color para mimetizarse en el entorno. ¡Qué habilidad!, que diría el sabio de Tarifa y que Dios lo tenga en su gloria.

Para redondear, un público educado, correcto, respetuoso, responsable, limpio, aseado, conocedor de sus obligaciones (que de sus derechos ya se han encargado linces y camaleones de ponerlos al día). “Luce mi Tarara su cola de seda sobre las retamas y la hierbabuena”.

Es materialmente imposible que las cosas vayan mal porque tenemos a la mejor: “Ay, Tarara loca. Mueve la cintura para los muchachos de las aceitunas”.

lunes, 3 de septiembre de 2012

Así nos luce el pelo




La culpa es siempre de los otros


Héctor Muñoz. Málaga

No hay más cera que la que arde. La misma que lleva ardiendo durante todos los siglos que han forjado este ser español: no solo es la España de pandereta que amó y padeció Machado; es la de “mi equipo es el mejor del mundo”, aunque pierda siempre; la de “al enemigo no le doy ni agua”, y mucho menos la razón, aunque la lleve; la de “mi niño es el mejor hijo del mundo y el más guapo”, aún sabiendo que el pollo es un haragán profesional que tiene a la madre como criada y trapichea en las puertas de las discotecas para sacar lo que no le roba del monedero, además de ser físicamente lo más parecido a un gremlin malo; o la de “no cambio mi ciudad o mi barrio por nada del mundo” mientras se sortean con habilidad las mil y una cagadas caninas en aceras y parques, dando gracias a Dios cuando se pisa una, porque eso “da suerte”. Y al que se le ocurra hacer la más mínima observación crítica del equipo, del niñato, de la ciudad o del barrio, pasa automáticamente a la lista negra. O conmigo o contra mí. No querer reconocer errores y defectos ante los demás, por evidentes que fueren, no aceptar una crítica ajena justificada, no decir jamás: “señores lo he hecho mal”; es la España de siempre, turbulento río en el que se diluye la responsabilidad, en el que la culpa siempre es del otro.

La casi total desaparición del ejercicio autocrítico en el panorama político español, nacional y autonómico, conforma un estado latente de polaridad miope, cuando no premeditadamente organizada, que frena cualquier avance social. La autocrítica y el debate interno han sido, o al menos lo han pretendido, señas de identidad de la “izquierda” española. No obstante y sin término medio, estas sanas discrepancias pasaron de ser insalvables, en la Segunda República y aún durante buena parte de la Guerra Civil, a insignificantes en los tiempos que corren. Los intereses de partido, los cargos y los escaños han tomado descaradamente el lugar de las ideas. En cuanto a la “derecha”, no necesita ningún tipo de análisis porque se retrata sola a plena luz del día defendiendo los intereses del dinero y el paquete de “valores morales” heredados del feudalismo, el poder eclesiástico y la burguesía conservadora.

         Con todos los defectos y carencias que se le puedan atribuir, no parece que el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, sea sospechoso de conservador. Por ello, sorprenden sus duras críticas públicas “a algunos gobernadores y alcaldes de su propio partido que han fallado en sus compromisos con los electores”, convirtiéndose por ello en “el primer opositor”, según sus propias palabras (Ignacio Ramonet, Le Monde Diplomatique en español, agosto 2012). El tiempo dirá si son manifestaciones populistas -que lo son- o se traducirán en decisiones firmes que releguen al ostracismo a aquellos que no respetaron las promesas electorales.

Independientemente de ello, tal declaración supone una pequeña lección desde la otra orilla del Atlántico para la coalición teóricamente más progresista del abanico político andaluz, Izquierda Unida (IU), y su decisión de participar en el Gobierno autonómico, avalada por casi todos sus militantes en un referéndum de resultados más que predecibles. Desde ese momento, callaron las voces del “ala dura” del partido, y solo su cabeza visible, el diputado y alcalde de Marinaleda, Sánchez Gordillo, mantiene el espejismo mediático de una lucha social trasnochada. Trasnochada porque el siglo XXI acaba de amanecer -muy nublado, por cierto- y la noche de broncas y juergas del XX ya terminó. Hambre y miseria hay para parar once trenes. El debate en la sociedad sobre riqueza y pobreza lleva instalado en ella toda la vida, por mucho que ahora el vicepresidente de la Junta de Andalucía, Diego Valderas, quiera actualizarlo para justificar asaltos a supermercados. Ni Valderas ni Gordillo ocupan sillón por los votos de los 5.000 carnets que dijeron para que pudieran sentarse cómodamente a participar en la lapidación de la clase media que es la que mantiene, con su trabajo y sus impuestos, este cotarro.

Porque a ver de dónde sale la pasta para parados, pensiones, salud y educación para todos y todas. Hasta para sus propios sueldos. Y en vez de darles traca a los que declaran millones de renta y ganancias anuales -que seguirían viviendo como sultanes con menos de la mitad de lo que poseen- exprimen a los que tienen una nómina fácil de atracar con un simple decreto. Lo más curioso es que entre éstos -profesionales de todo tipo, muchos con trabajos de gran responsabilidad- hay votantes de IU. Han olvidado que están donde están por más de 400.000 papeletas y no solo por sus 5.000 militantes. Cómplices de la política servil de Griñán y compañía, se parapetan tras la barricada del no pasarán; pero como ya han pasado, la culpa es de todos menos de ellos. Y no sueltan la poltrona ni con agua hirviendo, en vez de decir: “la hemos cagado y nos piramos a la oposición de verdad, la que nos corresponde, que para palmeros ya hay muchos”. No. Ahí siguen, tragando carretas y carretones, con una jeta de cemento armado, contribuyendo con su ciega cobardía política -y sus intereses- al derrumbe del entramado social que tanta tinta, talento y sangre han costado para poder medio ensamblarlo. Prefieren ser abejorros zumbones que moscas cojoneras. Prefieren hacer la vista gorda ante la red clientelar que tiene montada la Junta (mientras entonan la Internacional con el puño en alto -da igual que sea el diestro o el siniestro-) y conseguir una buena foto, que protestar ante los puestos a dedo en la administración y el imperio del mérito político frente al del trabajo y el estudio. Prefieren, en definitiva, robar comida que atracar librerías, porque tampoco tienen gran interés en que el pueblo esté bien formado e informado. Se les cae el chiringuito, como ya se les ha caído varias veces.

No es de extrañar, por tanto, que todo aquél que discrepe de la gestión política de la “izquierda” sea tachado de facha impresentable. Pues miren ustedes, griñanes, valderas y gordillos: el peor mentiroso es el que miente a los que no tienen otra opción que creerlos. El peor lobo es el que se disfraza con un vestido rojo. Y mire usted señora: su hijo es un delincuente feísimo, su equipo es malo a reventar, su ciudad apesta y su barrio es un auténtico estercolero.

Usted no tiene la culpa: la tienen los demás.

martes, 21 de agosto de 2012

Diez clichés para una felonía

Diez clichés para una felonía

Héctor Muñoz. Málaga

Una jugada perfecta. Una cortina echada que oculta una ventana tapiada: al descorrerla solo deja ver los ladrillos desnudos, pero no lo que hay detrás de ellos.

A fuerza de ver, oír y leer todo lo relacionado con la situación política y económica que padecen en estos momentos millones de personas que hasta ahora creían gozar de cierta seguridad y estabilidad dentro de sus diferentes niveles adquisitivos, se tiende a dar por bueno todo un discurso, preñado de tópicos, que intenta explicar las causas y las soluciones. Falaz, malintencionado y armado con un arsenal de argumentos vacíos de contenido, trata de convencer a los ciudadanos -y muchas veces lo consigue-, no solo de lo inevitable de los acontecimientos, sino de la cuota de responsabilidad que aquéllos tienen sobre éstos.

Se abre el telón. El “Estado de bienestar” como el gran logro de las democracias liberales surgidas en la segunda mitad del siglo XIX al amparo del capitalismo emergente. Una ilusión vendida como cualquier otro producto del mercado, un amargo caramelo con sugerente envoltorio: un pisito acogedor, un buen coche, el plan de pensiones o un viaje a las islas más exóticas del Pacífico.
Todo ello, claro está, a cambio del trabajo diario de toda una vida para poder pagar las deudas y sus intereses. Felicidad al alcance del bolsillo, espejismo para las clases medias y utopía para los expoliados del Sur: el bienestar duradero solo ha sido, y es, una realidad tangible para los poderosos y su tupida telaraña de empoderados.

La “crisis financiera de la deuda”. ¿La deuda de quién? ¿Dónde están los acreedores, cómo se llaman? Pareciera que una crisis económica es como un maremoto, un huracán o un meteorito destructor; como si estuviera determinada por la naturaleza o el cosmos, sobrevenida del azar o de leyes imponderables.
Ha habido muchas crisis, como la del 29. Después de haber destrozado la vida de cientos de miles de personas confiadas y estafadas, los arruinados magnates volaban sobre el vacío de Wall Street antes de reventarse contra el duro asfalto neoyorquino. Éstos, al menos, tuvieron las agallas de desafiar al vértigo.
Sus herederos aprendieron bien la lección y han abandonado esa desagradable práctica: se asignan sueldos y pensiones vitalicias de millones de euros que premian su meritorio esfuerzo. Que lo de inmolarse ha pasado de moda y se manchan los trajes. Después, los buitres planearán ostentosos sobre la carroña que ellos mismos han dejado.

Las tres siguientes escenas arrancan con máscaras y son protagonizadas por aquellos 'elegidos libremente por el pueblo' para representarlo en el aparato institucional. La gran coartada. Los que gobiernan ahora piden sacrificios a los ciudadanos para salvarlos de la crisis. Sin esperar respuesta, decretan una serie de agresiones sociales de curso legal llamadas 'ajustes' o 'recortes'. Se muestran convencidos de la comprensión y de la generosidad de los ciudadanos. Y les piden sus votos.
Los de la oposición —que ya hicieron y dijeron lo mismo cuando les tocó gobernar— brotan con rabia ante tamaño atropello. El nudo de la trama se va apretando con advertencias apocalípticas que encogen el corazón de los espectadores. Y les piden sus votos.
Llega el momento de los actores secundarios: aquellos a los que se les atribuyó el histórico papel de adalides y garantes sin par de los inalienables derechos de los trabajadores, pobres y excluidos; es la parte cómica de la obra: aferrados al sillón que la voluntad popular les ha prestado, despotrican del resto, y solo se levantan para hacer payasadas simbólicas. Y les piden sus votos.
Todos ellos, y con un guión muy bien ensamblado, maman de las mismas tetas, la derecha y la izquierda. Y porque solo hay dos. El público asistente ríe a carcajadas con estos malos actores, aunque expertos mamones, y ríe por no llorar. Tras este jocoso impasse, un creciente rumor se va adueñando de la acústica de la sala: los asistentes empiezan a no saber de qué parte inclinarse. Dudan, confundidos.

Se acerca el desenlace. Pero antes queda tiempo para lamentar “el estallido de la burbuja inmobiliaria”, como otro fenómeno natural ajeno a la codicia y a la maldad. Tratan de convencer de que éstas son cosas del destino y que nada tienen que ver con la premeditada usura de prestar plata envenenada a sabiendas de que no podrá ser devuelta. Un inocente error de los banqueros, el de confiar y conformarse con dos nóminas o un aval cualquiera, para poder financiar la felicidad de sus clientes y contribuir a un mundo perfecto. Un mundo encerrado en una esfera de cristal, llena de casitas y nieve, que se agita cuando un niño la sacude.

Como padres admonitores sentencian: “habéis vivido por encima de vuestras posibilidades”. Malos, que sois unos nenes muy malos. Malos, malos, malos. Unos azotes en el culete y pelillos a la mar, que aquí no ha pasado nada. Los papis y las mamis, rara vez dan malos consejos: “Hay que recuperar la confianza de los mercados”. Los “mercados” son caprichosos y volubles; hay días que se despiertan torcidos, bajan la bolsa y suben la prima de riesgo. Son así de sensibles. Si no hay castigo se enfadan, y si alguien patalea se mosquean mucho más. No hay de qué preocuparse, porque “vamos a estimular el crecimiento”.

Último acto. La víctima, descamisada, y el verdugo, de etiqueta, frente a frente. Al fondo, una misteriosa cortina. “Son medidas dolorosas pero no hay otra opción”. El rumor ya es clamor: el público se levanta de los asientos y sube en tropel al escenario.
Paralizado, al tramoyista ni se le ocurre bajar el telón. Por la cuenta que le trae. Los primeros en pisar las tablas se aplican en dar lo suyo al del frac y la chistera, a base de bien y sin intereses. Otros se emplean sin contemplaciones con cada felón que les sale al paso. Al fin, descorren la cortina dejando desnuda una falsa ventana sellada con ladrillos que caen como fichas de dominó en cuatro patadas.
Asomados a ella contemplan un gran jardín luminoso con enormes árboles bajo cuya sombra retozan gozosos los mercados y los mamones, entre música de cámara, buenos caldos y las mejores viandas de importación.

Se miran unos a otros. “A por ellos, que son pocos y cobardes”.
Ahora sí se cierra el telón.